Prédicas escrita: Dejando las heridas del pasado (Jueces 11:1-7)
Sanando las heridas del alma
En la porción bíblica de Jueces 11:1-7 se narra la conmovedora historia de Jefte, un hombre cuyo origen estuvo marcado por circunstancias fuera de su control. Nació de una mujer ramera y, por ello, fue rechazado por sus propios hermanos. Tal vez ni siquiera conservaba en su memoria el calor de un abrazo materno, ya que creció junto a su padre y su madrastra, lejos del afecto que solo una madre puede dar. Es basado en este relato que vamos a meditar en el tema de este artículo: Dejando las heridas del pasado, sanando las heridas del alma.
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Por ser hijo ilegítimo, Jefte fue despreciado no solo por su familia, sino incluso por los ancianos del pueblo. Finalmente, fue expulsado de su hogar, y lo más doloroso fue que su padre no hizo nada para evitarlo. No solo enfrentó el abandono de su madre, sino también el desprecio de sus hermanos, la indiferencia de su padre y la marginación de la comunidad. En resumen, cargó con el peso de decisiones que él no había tomado, pagando por una culpa ajena.
Muchos cargan heridas similares
Hoy en día, muchas personas cargan heridas similares. A pesar de haber aceptado a Jesucristo como Señor y Salvador, aún luchan con cicatrices emocionales que no han sanado del todo. Muchos de nosotros venimos de hogares disfuncionales, marcados por la ausencia, el rechazo, el maltrato o el abandono. Esas experiencias han dejado vacíos profundos en el corazón, y aunque caminamos con Cristo, hay heridas que aún supuran por dentro.
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Una joven compartía cómo su padre jamás la buscó durante su infancia. Años después, al encontrarla trabajando en una oficina, comenzó a presentarse con orgullo diciendo a todos que ella era su hija. Sin embargo, cuando más lo necesitaba, tras haber perdido su empleo y verse obligada a vender en la calle, ese mismo hombre desvió la mirada al verla, fingiendo no conocerla. El orgullo momentáneo desapareció cuando ya no había apariencias que sostener.
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Otra joven relataba, con profundo dolor, que nunca comprendió por qué su padre no fue capaz de buscarla ni dedicarle tiempo, cuando ella no tuvo culpa de lo que ocurrió entre él y su madre. ¿Por qué pagar los hijos por los errores de los adultos? Estas historias, lejos de ser excepciones, se repiten con frecuencia y siguen causando heridas que solo Dios puede sanar.
Dios Nunca nos dejará solos
El Salmo 27:10 nos ofrece una de las promesas más reconfortantes de toda la Escritura:
“Aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo, Jehová me recogerá.”
Este versículo revela una verdad poderosa: el amor de Dios trasciende incluso los vínculos humanos más profundos. Aunque la familia nos falle, aunque los que deberían protegernos nos abandonen, Dios jamás se olvida de nosotros. Él nos toma en sus brazos para llenar los vacíos emocionales, restaurar nuestras heridas más profundas y darnos el consuelo que ninguna otra persona puede ofrecer. Puede que haya cosas del pasado que no podamos cambiar, pero con la ayuda del Señor, sí podemos superarlas. Y en cada paso de ese proceso, Dios permanece fiel, sin dejarnos solos ni un instante.
Un ejemplo conmovedor de esto lo encontramos en la historia de Agar, la sierva egipcia de Sara. Cuando fue despedida por Abraham por mandato de Sara, se le entregó un poco de pan y un odre con agua, y así fue enviada al desierto con su hijo Ismael (Génesis 21:14-19). Allí, sola, cansada y sin recursos, pensó que la muerte era su único destino. Se sentía invisible, abandonada y sin futuro.
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Muchas madres solteras viven historias similares
Cuántas madres solteras viven hoy realidades similares: luchando en soledad por el bienestar de sus hijos, caminando por su propio “desierto”, sin el apoyo de una pareja, de la familia ni de la sociedad. Caminan heridas, cansadas y a veces sin esperanza, sintiendo que ya no pueden más.
Sin embargo, Dios no abandonó a Agar. Cuando ella colocó a su hijo bajo un arbusto para no verlo morir y se alejó llorando, el Señor escuchó el llanto del niño. La Escritura dice que “Dios oyó la voz del muchacho” (Génesis 21:17). En ese momento, un ángel del Señor llamó a Agar y le dijo que no temiera. Entonces Dios abrió sus ojos y le mostró un pozo de agua en medio del desierto. Allí proveyó lo necesario para sobrevivir, y le dio una promesa para el futuro de su hijo.
Este relato no solo es histórico, sino también profético: Dios sigue obrando así hoy. Él escucha el clamor del que sufre, ve las lágrimas del olvidado, y proporciona recursos donde parecía no haber nada. Más allá del abandono humano, está la fidelidad divina.
Dios proveyó agua, sustento y esperanza. Pero más aún: proveyó una promesa. Lo mismo puede hacer hoy contigo. Si sientes que estás sola, que te han dejado, que el mundo te ha dado la espalda, recuerda: Dios está a tu lado. Él oye tu clamor, ve tu dolor y se mueve con compasión.
La historia de Agar nos enseña que aunque nuestras circunstancias parezcan adversas y nuestros recursos limitados, la intervención de Dios es suficiente para cambiar la historia. Él abre nuestros ojos para ver el pozo que no habíamos notado antes, el camino que no sabíamos que existía, y la promesa que todavía sigue en pie.
Los resentimientos nos estancan pero perdonar nos impulsa a continuar
Uno de los desafíos más grandes que enfrentamos en nuestra vida espiritual es el perdón. Perdonar no es fácil, especialmente cuando las heridas han sido profundas, repetidas o causadas por personas cercanas. Liberarnos del resentimiento no sucede de la noche a la mañana, pero con la gracia de Dios, es posible. Dejar atrás el rencor y permitir que el perdón fluya en nuestro corazón es el primer paso hacia una verdadera sanidad interior.
Perdonar nos ayuda a sanar e ir dejando las heridas del pasado
Un ejemplo contundente de esto lo encontramos en la vida de José, el hijo de Jacob. Fue traicionado por sus propios hermanos, quienes lo vendieron como esclavo. Aquella traición marcó un antes y un después en su vida. Lo llevó a Egipto, lo condujo al sufrimiento, a la injusticia y al olvido. Sin embargo, el propósito de Dios seguía en pie, y al cabo de los años, José fue exaltado por Dios a un lugar de autoridad.
No obstante, cuando llegó el momento de reencontrarse con sus hermanos, no fue fácil. Aunque había prosperado en Egipto y conocía el propósito divino detrás de su sufrimiento, el dolor del pasado seguía latente en su corazón.
En Génesis 42 al 45, vemos que José no se reveló de inmediato ante ellos. En Génesis 42:9 se dice que José “se acordó de los sueños que había tenido acerca de ellos”, reconociendo que todo lo que había vivido había sido parte del plan de Dios. Sin embargo, a pesar de esta revelación espiritual, el proceso de sanidad emocional aún no había concluido.
Llorar también nos libera, nos ayuda a sanar e ir dejando heridas del pasado
José lloró varias veces en secreto. Los acusó de espías, los puso en la cárcel, detuvo a Simeón, escondió su copa en el costal de Benjamín… todo esto refleja la lucha interna que enfrentaba entre el recuerdo del dolor y la necesidad de perdonar. Finalmente, al llorar por tercera vez, se quebrantó por completo y dejó salir todo lo que llevaba dentro.
Llorar no nos debilita, nos libera. Llorar delante de Dios es una forma de rendirle nuestras emociones. Cuando echamos sobre Él toda nuestra ansiedad, cuando depositamos nuestras heridas, frustraciones y cargas en Sus manos, comenzamos a experimentar verdadera libertad.
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Muchos llevamos años en el camino del evangelio, pero aún cargamos con resentimientos que no hemos entregado al Señor. Tal vez hay personas que, con solo verlas o escuchar su nombre, despiertan en nosotros emociones negativas. Esto es señal de que aún hay áreas de nuestra alma que necesitan ser sanadas.
La historia de Esaú y Jacob también nos ilustra el poder liberador del perdón. Esaú odiaba a su hermano por haberle robado la bendición de la primogenitura. Su odio fue tan profundo que planeó matarlo. Sin embargo, cuando finalmente se reencontraron años después, ambos lloraron y se abrazaron. El resentimiento que los separaba se rompió con el poder del perdón.
De igual manera, necesitamos romper con los resentimientos del pasado. No podemos seguir avanzando con un corazón cargado de odio, dolor o amargura. Dios no quiere que vivamos presos del pasado, sino que caminemos en libertad. El perdón no solo libera al otro, nos libera a nosotros mismos.
El caso de Jefté
El caso de Jefte también es revelador. Cuando fue buscado por los ancianos de Israel para que los guiara en la batalla, les recordó lo que le habían hecho:
“¿No me aborrecisteis vosotros, y me echasteis de la casa de mi padre? ¿Por qué, pues, venís ahora a mí cuando estáis en aflicción?” (Jueces 11:7).
Era, sin duda, el momento perfecto para vengarse. Podía devolverles con la misma moneda y dejar que sufrieran las consecuencias de sus actos. Pero Jefte eligió no estancarse en el pasado. Eligió el propósito de Dios por encima del resentimiento humano. Renunció a la amargura para asumir su llamado como caudillo de Israel.
Esta actitud nos enseña algo vital: cuando no perdonamos, nos estancamos espiritualmente. El resentimiento se convierte en una barrera que impide el fluir de la gracia, que frena nuestro crecimiento y limita nuestra comunión con Dios. Pero cuando perdonamos, no solo sanamos nosotros, también abrimos la puerta para que Dios nos use en una dimensión mayor.
No se trata de olvidar lo que nos hicieron, sino de decidir que eso ya no tendrá poder sobre nuestra vida.
Perdonar no es justificar la ofensa, sino liberar el alma. Y esa libertad es clave para avanzar en el propósito que Dios tiene con nosotros.
Las Heridas del Pasado, Dios las Sanará
En la parábola del buen samaritano (Lucas 10:30-37), observamos una imagen conmovedora de sanidad y compasión. El hombre herido es atendido con aceite y vino, símbolos poderosos del Espíritu Santo y del gozo que proviene de Cristo. El aceite representa la unción que sana, fortalece y restaura, mientras que el vino evoca la alegría, la redención y el pacto de la sangre derramada por Jesús. Así también actúa el Señor con nosotros: se acerca a nuestras heridas, no las ignora, y las sana con ternura y poder.
Dios es el único que puede restaurar completamente nuestro interior. Por eso, debemos buscarle con todo nuestro corazón, porque sólo Él tiene el poder para sanar las heridas más profundas del alma.
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En ocasiones, la falta de paz en nuestra alma no proviene solo de lo que nos han hecho, sino de lo que nosotros hemos hecho a otros. Culpas no resueltas, errores del pasado, palabras que lastimaron o decisiones que dañaron pueden convertirse en cargas muy pesadas.
La tristeza y la culpa, cuando no se entregan a Dios, pueden conducir incluso a la depresión. Muchos viven presos del remordimiento por heridas que ellos mismos causaron, y su conciencia no les da descanso. Tal fue el caso de Judas Iscariote, quien, al ser dominado por la culpa y no acudir al perdón divino, terminó quitándose la vida. Sin embargo, Dios extiende su gracia tanto a los heridos como a los que han herido. Su perdón no conoce límites y Su amor no hace acepción de personas. No importa la herida o el error, si nos humillamos ante Él, Dios sanará nuestra alma.
Dios quiere usar su iglesia para alcanzar estas almas necesitadas
Dios no solo restaura a los caídos, también los levanta con propósito. La Biblia está llena de ejemplos de personas que fueron despreciadas por la sociedad, pero que Dios transformó en instrumentos poderosos en Sus manos.
David reunió a un grupo de afligidos, endeudados y amargados (1 Samuel 22:2), y con ellos formó un ejército de valientes. Jefte, rechazado por su propia familia, se rodeó de hombres ociosos de la tierra de Tob, y con ellos se convirtió en un líder y libertador de Israel (Jueces 11). Mefi-boset, lisiado de ambos pies, fue llevado a la mesa del rey David y restaurado en dignidad (2 Samuel 9). Estas historias muestran cómo Dios se complace en levantar a los olvidados y darles un lugar de honra.
Hoy en día, muchas personas se sienten inútiles por causa de una enfermedad, una discapacidad, o simplemente por la carga emocional que arrastran. Se consideran un estorbo para su familia, o sienten que no tienen valor alguno en la sociedad. Sin embargo, el mensaje del Evangelio es claro: en Cristo nadie está desechado ni es una carga. Hay una iglesia que ama, que abraza, que sana, que restaura. Una iglesia que está llamada a ser como el buen samaritano: a vendar, cuidar y levantar.
Jesucristo desea que su iglesia sea un refugio para los quebrantados, un hospital para los heridos y un hogar para los rechazados. Si tú eres parte de su cuerpo, Dios quiere usarte para tocar vidas, consolar corazones, y llevar esperanza donde solo hay oscuridad. Que el Señor nos conceda esa compasión activa que no solo ve la necesidad, sino que actúa con amor. ¡Jesús les bendiga abundantemente!
Conclusión: Dejando las Heridas del Pasado para avanzar con libertad
Dejar las heridas del pasado no significa ignorarlas o fingir que nunca existieron, sino enfrentarlas con la verdad, rendirlas a los pies de Cristo y permitir que Su poder restaurador nos sane por completo. Muchos cargan por años con traumas, resentimientos, culpas y dolores que no han sido entregados a Dios. El problema no es haber sido heridos, sino permitir que esas heridas definan nuestra vida, contaminen nuestras relaciones y frenen nuestro propósito.
A lo largo de este artículo hemos visto cómo personajes bíblicos como José, Esaú, Jefte y David enfrentaron momentos donde sus emociones fueron puestas a prueba, y aunque tenían razones válidas para vengarse o guardar rencor, eligieron un camino diferente: el camino de la sanidad, del perdón, de la restauración. No porque fueran perfectos, sino porque confiaron en el Dios que todo lo puede.
El perdón nos ayuda a ir dejando las heridas del pasado
El perdón, tanto el que otorgamos como el que necesitamos recibir, es una herramienta poderosa que nos libera. No siempre cambia las circunstancias, pero sí transforma nuestro corazón. Y un corazón libre es un corazón que puede avanzar, que puede amar, que puede volver a soñar.
Jesucristo, el buen Samaritano por excelencia, vino a vendar nuestras heridas con Su amor, a sanar nuestra alma con Su Espíritu, y a llenarnos de gozo donde antes hubo amargura. Su cruz no solo pagó por nuestros pecados, sino que también abrió un camino para la restauración total de nuestra vida emocional y espiritual.
Hoy Dios te llama a soltar, a liberar, a perdonar. A dejar el pasado en sus manos para abrazar un futuro lleno de propósito. No permitas que el rencor sea tu compañía ni que la culpa te robe la paz. Busca a Dios con todo tu corazón y permite que Su gracia sea el bálsamo que sane tu alma. Recuerda, ir dejando las heridas del pasado puede doler, pero las heridas no tienen el poder de detenerte si decides confiar en Aquel que hace nuevas todas las cosas.