Introducción: Una oración que revela el corazón de Cristo
Texto base: “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese.” — Juan 17:5 (RVR1960)
El capítulo 17 del Evangelio de Juan es conocido como la oración sacerdotal de Jesús, un momento íntimo donde el Hijo del Hombre abre su corazón ante el Padre antes de ir a la cruz. Dentro de esa oración hay una expresión profundamente teológica y, a menudo, malinterpretada: “glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese.”
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Muchos han visto en estas palabras una supuesta evidencia de una “segunda persona divina” que coexistía eternamente con el Padre. Sin embargo, una lectura contextual, lingüística y cristocéntrica, muestra una verdad muy diferente y profundamente hermosa: Jesús está hablando desde su humanidad, anticipando la gloria que el Padre había determinado para Él desde antes de la fundación del mundo.
Jesús ora como verdadero hombre
Una de las primeras verdades que este versículo nos enseña es la realidad de la encarnación.
Jesús, siendo Dios manifestado en carne (1 Timoteo 3:16), se hizo completamente humano. Como hombre, necesitaba orar, depender del Padre y ser fortalecido por el Espíritu Santo. No estaba actuando como una “segunda persona” orando a otra “persona divina”, sino como el Hijo del Hombre, el ser humano perfecto que se sometió completamente a la voluntad del Padre.
Por eso, cuando Jesús dice “glorifícame”, está hablando desde su condición humana, no divina.
Su humanidad estaba a punto de ser humillada hasta la muerte, pero esa misma humanidad sería también exaltada y glorificada después de la resurrección. La gloria que Cristo pedía no era una gloria perdida, sino la gloria prometida, aquella que había sido preparada en el plan eterno de Dios para el Redentor del mundo.
La gloria prometida al Hijo del Hombre
En Juan 12:23-24, Jesús había anticipado este mismo momento cuando dijo:
“Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado. De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto.”
La glorificación de Cristo, por tanto, estaba directamente relacionada con su muerte y resurrección. Él sería glorificado no antes de morir, sino después de haber cumplido su misión redentora. La cruz, que a los ojos del mundo era vergüenza, sería en realidad el camino hacia la gloria.
Jesús sabía que su obediencia hasta la muerte sería recompensada con una exaltación sin igual.
Por eso Filipenses 2:9 declara:
“Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre.”
Esa exaltación gloriosa fue el cumplimiento de su oración en Juan 17:5. El Padre glorificó al Hijo —no porque antes hubiera perdido algo, sino porque había vencido como hombre y, por tanto, merecía recibir toda autoridad en el cielo y en la tierra (Mateo 28:18).
“Aquella gloria que tuve contigo”: ¿Qué quiso decir Jesús?
El malentendido más común de este texto proviene de una lectura literal de la frase “que tuve contigo antes que el mundo fuese”. A simple vista, parece implicar una coexistencia personal de Jesús con el Padre antes de la creación. Pero esta interpretación tropieza con la clara enseñanza bíblica de que el Hijo nació en el tiempo (Gálatas 4:4) y que el Verbo se hizo carne (Juan 1:14).
Para comprender lo que Jesús realmente quiso decir, debemos tener presente la presciencia de Dios:
El Señor conoce todas las cosas antes de que ocurran. En su plan eterno, todo lo que Él decide ya existe en su propósito, aunque aún no se haya manifestado.
Así como el Cordero fue “inmolado desde antes de la fundación del mundo” (Apocalipsis 13:8), aunque su sacrificio ocurrió siglos después, así también el Hijo tuvo gloria “antes que el mundo fuese”, no en existencia literal, sino en el pensamiento y propósito divino.
En otras palabras, la gloria del Hijo existía en la mente de Dios, quien ya había determinado que el Mesías sería exaltado y glorificado después de su obra redentora. Jesús no estaba reclamando una gloria preexistente en experiencia, sino una gloria preordenada en el plan eterno de Dios.
“Glorifícame tú en ti mismo”: un detalle del texto griego
El texto original griego de Juan 17:5 dice:
νῦν δόξασόν με σύ, πάτερ, παρὰ σεαυτῷ τῇ δόξῃ ᾗ εἶχον πρὸ τοῦ τὸν κόσμον εἶναι παρὰ σοί.
La preposición “pará”, usada dos veces en el texto (“pará seautó” y “pará soí”), no siempre significa “al lado de”. En el griego koiné, esta palabra puede significar también “en la presencia de”, “en la opinión de”, o incluso “en la mente de”. Así, el texto podría traducirse legítimamente como:
“Glorifícame tú, Padre, en ti mismo, con aquella gloria que tuve en ti (o en tu propósito) antes que el mundo fuese.”
Esto concuerda con la versión antigua de Felipe Scío de San Miguel (1790), quien tradujo:
“Ahora, pues, Padre, glorifícame tú en ti mismo con aquella gloria, que tuve en ti, antes que fuese el mundo.”
La idea, entonces, no es espacial (“al lado tuyo”), sino mental y espiritual: Jesús habla de una gloria que existía en el pensamiento eterno del Padre, no de una supuesta convivencia literal de dos personas divinas en el cielo.
Dios no comparte su gloria divina
Un principio inmutable de las Escrituras es que Dios no comparte su gloria divina con nadie. Isaías 42:8 declara:
“Yo Jehová; este es mi nombre; y a otro no daré mi gloria, ni mi alabanza a esculturas.”
Si Jesús estuviera pidiendo que se le devolviera una gloria divina perdida, eso contradeciría directamente la naturaleza única e indivisible de Dios. Por tanto, la gloria de Juan 17:5 no puede ser la gloria eterna e inmutable de la Deidad, sino la gloria humana, otorgada por Dios al hombre perfecto que venció. Esta es la gloria que también compartirá con sus hijos:
“La gloria que me diste, yo les he dado.” (Juan 17:22)
Dios no puede dar su gloria esencial —la que pertenece solo a Él—, pero sí puede glorificar al ser humano redimido, elevándolo a participar de su naturaleza divina (2 Pedro 1:4) y hacerlo coheredero con Cristo (Romanos 8:17).
La gloria del Hijo: la exaltación del Hombre perfecto
Cuando Cristo resucitó, recibió un cuerpo glorificado, inmortal e incorruptible. Ya no estaba sujeto al dolor ni a la muerte. En ese momento se cumplió lo que Pablo llamó la glorificación del postrer Adán (1 Corintios 15:45-49).
El primer Adán trajo vergüenza, pecado y muerte; el segundo Adán, Cristo Jesús, trajo justicia, obediencia y vida eterna. Y porque triunfó, fue coronado de gloria y honra (Hebreos 2:9).
Así, la gloria que Jesús tuvo “antes que el mundo fuese” fue la gloria que Dios había preparado para el Hombre perfecto que reinaría sobre todas las cosas. Esa gloria se manifestó cuando el Verbo se hizo carne, venció al pecado, resucitó y ascendió al cielo. Ahora, en Cristo, esa misma gloria es también nuestra esperanza futura:
“Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con Él en gloria.” (Colosenses 3:4)
La presciencia divina: el plan eterno de redención
El apóstol Pedro lo explica con claridad:
“Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros.” (1 Pedro 1:19-20)
Antes que el mundo existiera, Dios ya había diseñado el plan de salvación, donde el Cordero sería inmolado, el Hijo sería glorificado y los creyentes serían adoptados como hijos suyos. Por eso Pablo dice en Efesios 1:4-5:
“Nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo.”
Todo el propósito redentor —la encarnación, la cruz, la resurrección y la glorificación— existía en el consejo eterno de Dios, aunque aún no se hubiera manifestado. La gloria del Hijo, por tanto, era la gloria determinada por el Padre desde la eternidad. Cuando Jesús ora en Juan 17:5, está pidiendo la manifestación histórica de esa gloria eterna ya establecida en el plan divino.
Jesús, el único que revela la gloria del Padre
Durante su ministerio, Jesús constantemente declaró que había venido para glorificar al Padre.
En Juan 17:4, justo antes de pedir ser glorificado, dice:
“Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese.”
Cristo manifestó la gloria de Dios en forma visible y comprensible. Juan 1:14 lo resume así:
“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.”
Esa gloria no era una luz mística ni un resplandor celestial, sino la manifestación visible del carácter de Dios en una vida humana perfecta. En Jesús, la misericordia, la justicia, el amor y la verdad del Padre se hicieron carne. Por eso Él podía decir:
“El que me ha visto a mí, ha visto al Padre.” (Juan 14:9)
Cuando el Hijo fue glorificado, el Padre fue glorificado en Él (Juan 13:31-32). No hay dos glorias separadas ni dos seres divinos exaltándose mutuamente, sino un solo Dios manifestado en carne, cumpliendo su plan eterno de redención.
La gloria compartida con los creyentes
En la misma oración, Jesús declara:
“La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno.” (Juan 17:22)
Esa declaración es maravillosa: la gloria que el Hijo recibió, también la comparte con sus hijos. No se trata de la gloria divina esencial, sino de la gloria de la redención, la victoria y la comunión eterna con Dios. Por eso Pablo dice:
“Si sufrimos juntamente con Él, también seremos glorificados juntamente con Él.” (Romanos 8:17)
La glorificación de Jesús garantiza la nuestra. Así como el Padre lo exaltó, también nosotros seremos transformados “a la imagen de su gloria” (Filipenses 3:21). Lo que estaba en el plan eterno de Dios para Cristo, también estaba para todos los que creen en Él.
“Antes que el mundo fuese”: la eternidad del propósito divino
Cuando Jesús menciona “antes que el mundo fuese”, no está afirmando una existencia personal previa a la encarnación, sino una existencia predestinada en el propósito eterno de Dios. Romanos 8:29-30 lo explica:
“A los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo… y a los que justificó, a éstos también glorificó.”
Si los creyentes fueron glorificados “antes de la fundación del mundo” en el plan divino, sin haber existido todavía, mucho más Cristo, quien es el centro de ese plan, tuvo su gloria asegurada antes de la creación.
El lenguaje de Jesús en Juan 17:5 es, entonces, profético y revelador del pensamiento eterno de Dios. Él estaba orando no para recuperar una gloria perdida, sino para entrar plenamente en la gloria que el Padre había determinado para el Redentor desde la eternidad.
Conclusión: La gloria de Cristo, nuestra esperanza
La oración de Jesús en Juan 17:5 no revela dos seres divinos conversando, sino un solo Dios cumpliendo su propósito eterno en la humanidad del Mesías. El Hijo de Dios no existió eternamente como una persona aparte del Padre, sino como el plan eterno de Dios manifestado en el tiempo. Esa “gloria que tuvo con el Padre” antes que el mundo fuese, existía en la mente, el propósito y la promesa de Dios, quien desde la eternidad había preparado el camino de redención y la exaltación del Hombre Cristo Jesús.
Hoy esa gloria también se extiende a todos los que creen. El mismo Jesús que fue glorificado por el Padre promete compartir su gloria con los suyos. Por eso podemos afirmar con esperanza:
“Las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse.” (Romanos 8:18)
La gloria que Cristo pidió, recibió y ahora comparte con su iglesia, es la garantía de que un día también nosotros seremos transformados y glorificados con Él. Esa fue la gloria pensada “antes que el mundo fuese”: el triunfo eterno del Hijo y de todos los hijos que serían redimidos por su sangre.