Burro No era Para ti la Gloria

Cuando lo inesperado se convierte en honra

Imagina un escenario sencillo, casi cómico: un burro, un asnillo que nunca había sido montado, de repente convertido en protagonista de un evento histórico. Este pequeño animal, ignorante de su destino, es llamado a ser parte de algo mucho más grande de lo que podía comprender.

La historia que nos relata Lucas 19:30 no solo nos habla de un pollino, sino de la forma en que Dios usa lo humilde y lo despreciado para cumplir sus propósitos. Muchas veces, al igual que este asnillo, podemos encontrarnos en situaciones donde sentimos que la atención, los honores o la admiración nos pertenecen, cuando en realidad todo es para quien está sobre nosotros: nuestro Señor Jesucristo.

Esta reflexión nos invita a mirar más allá de la apariencia y reconocer que la verdadera gloria no es para nosotros, sino para Dios.

Un pollino en el que nadie había montado: llamado a una obra inesperada

Lucas 19:30 dice: «Diciendo: Id a la aldea de enfrente, y al entrar en frente hallaréis a un pollino atado, en el cual ningún hombre ha montado jamás; desatadlo, y traedlo.»

A primera vista, el pasaje puede parecer divertido o inusual. Me causó risa al imaginar a los personajes:

  • Los discípulos, confundidos pero obedientes, siguiendo la orden sin entender completamente.
  • El dueño del animal, probablemente preocupado, accediendo a prestar su asnillo.
  • El propio asnillo, ajeno a todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor.

Todos estaban involucrados en algo que superaba su comprensión, haciendo que casi podamos escuchar sus pensamientos: “¿Para qué un asnillo que nadie ha montado?”

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El asnillo llamado para algo grande: Humildad convertida en Propósito

Lo realmente sorprendente es que un simple asnillo, un animal humilde y sin experiencia, fue escogido por Dios para cumplir una obra poderosa y trascendental, algo que jamás se había imaginado. Este honor, históricamente reservado solo a los grandes y majestuosos corceles que regresaban victoriosos de la batalla, fue dado a un ser aparentemente insignificante, mostrando así cómo Dios elige lo vil para avergonzar lo fuerte y lo grande para manifestar su poder.

Imagina por un momento la confusión y la sorpresa del asnillo: de un momento a otro, sus patas pisan palmas extendidas con entusiasmo, sus cascos tocan mantos suaves colocados para honrarlo, y todos los ojos están sobre él. Todo es nuevo, extraordinario y desconcertante. Sin embargo, el asnillo no comprendía la verdad más profunda: la gloria no era para él, sino para Aquel que montaba sobre él. Cada paso que daba, cada gesto de admiración que recibía, era parte de un plan mayor, diseñado para glorificar a Dios y no al instrumento elegido para llevarlo a cabo.

Este asnillo nos enseña una lección fundamental: ser escogidos por Dios no significa que la gloria nos pertenece a nosotros. A veces, podemos recibir honor, atención o aplausos, y es fácil caer en la tentación de creer que el reconocimiento es nuestro premio, cuando en realidad somos simplemente los vasos a través de los cuales Dios realiza Su obra.

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Una lección para nosotros

¿No sucede lo mismo en nuestras vidas y en la iglesia? A menudo, asumimos que los elogios, la admiración y la honra nos pertenecen, olvidando que Dios es el único que merece toda gloria y reconocimiento. La Escritura nos recuerda que Dios escoge lo vil y lo despreciado para confundir a los fuertes y llevar a cabo sus propósitos (1 Corintios 1:28), al igual que hizo con aquel humilde asnillo de Jerusalén.

Servir en la iglesia, desempeñar nuestras responsabilidades con dedicación y disfrutar de los frutos de nuestra labor es una bendición, pero nunca debemos perder de vista que la verdadera gloria pertenece únicamente a nuestro Señor Jesucristo. Cada talento que poseemos, cada esfuerzo que realizamos, cada aplauso o reconocimiento recibido es un reflejo del poder y la obra de Dios, no de nuestra propia grandeza.

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Dios no comparte su gloria con nadie

Lo único que Dios no comparte es su gloria con nadie

Recuerdo con claridad unas palabras que mi padre me dijo y que han quedado grabadas en mi corazón: “RECUERDA QUE LO ÚNICO QUE DIOS NO COMPARTE ES SU GLORIA. Todo lo demás puedes disfrutarlo”.

Esas palabras fueron un golpe de realidad que me hizo poner los pies en la tierra y reconocer que no era yo quien merecía la gloria, sino Aquel que estaba sobre mí… Jesús. Todo honor, toda admiración y toda ovación deben regresar a Él, el único digno de todo reconocimiento.

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La tentación de atribuirnos la gloria

Incluso grandes predicadores han caído en este error, olvidando que la maestría con la que exponen la Palabra no es mérito propio, sino don de Dios. Lo que se conoce de Dios, lo conocemos porque Él mismo lo ha dado a conocer, mostrando su eterno poder y deidad (Romanos 1:20).

Las palmas, las lágrimas, los aplausos y los gestos de gratitud que recibimos no son fruto de nuestra habilidad, sino del acto soberano del Espíritu Santo, que convence, transforma y toca los corazones de quienes escuchan. Nuestra preparación y dedicación son solo instrumentos en sus manos, el medio mediante el cual Él distribuye su gloria.

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Ser vasos útiles para Dios

Como hijos de Dios y servidores de su obra, nuestro papel no es acaparar honra, sino ser vasos útiles en sus manos. Lo realmente grande no está en lo que hacemos, sino en lo que Dios hace a través de nosotros. Cada corazón tocado, cada alma transformada, es obra de su Espíritu, no de nuestro esfuerzo.

No quiero ser malinterpretado: es correcto animarnos unos a otros, reconocer los logros y decir “bien hecho” a nuestros pastores y líderes. El problema surge cuando creemos que la gloria es nuestra. Ese es el momento en que dejamos de ser instrumentos y comenzamos a apropiarnos de lo que solo pertenece a Dios.

Nuestro deber es perseverar en la obra del Señor, motivarnos mutuamente y disfrutar de los frutos de nuestra labor, siempre recordando que la verdadera gloria es de Jesús. Todo reconocimiento, todo aplauso y toda admiración deben regresar a Él, porque Dios no comparte su gloria con nadie.

Conclusión: Burro No Era Para Ti La Gloria

Las palmas, los mantos extendidos y los grandes gritos de júbilo no eran para el asnillo, ni para nosotros; todo honor y toda adoración pertenecen al campeón del Gólgota, aquel que consumó la obra magna de nuestra redención: Jesucristo.

Puedo imaginar la confusión del humilde burro al ver cómo la multitud se retiraba, pensando:
“¡Espera! ¿Aquí estoy…? ¡No se vayan! Si quieren, puedo caminar mejor o hacer algo que los entretenga…”

Ese asnillo, como nosotros en muchas ocasiones, podría haber sentido que todo ese reconocimiento y gloria le pertenecían, sin comprender que solo era un instrumento en manos de Dios.

Alguien susurrando al final del camino podría haberle recordado: “Burro, no era para ti la gloria”.

Esta sencilla escena nos deja una enseñanza profunda: por más que seamos usados por Dios, nunca debemos apropiarnos de la gloria. Todo lo que sucede a nuestro alrededor —los aplausos, la admiración, los honores— es para quien realmente merece toda alabanza, y nuestro papel es humilde, pero esencial: ser el medio por el cual Él se manifiesta al mundo.

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