Una reflexión bíblica sobre los adornos externos
¿Qué diferencia hay entre anillo de oreja y de dedo?
En la actualidad, el uso de joyas y adornos se ha normalizado en la cultura, y tanto hombres como mujeres recurren a ellos como símbolo de moda, estatus o identidad personal. Sin embargo, la Palabra de Dios nos ofrece principios claros sobre cómo debe ser el atavío del creyente. ¿Hay diferencia entre un anillo de oreja y un arete? ¿Qué dice realmente la Biblia sobre estos adornos?
El apóstol Pedro nos exhorta:
“Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón… que es de gran estima delante de Dios” (1 Pedro 3:3-4).
¿Cuál es la diferencia entre Anillo o arete? ¿Es lo mismo?
En nuestro idioma, solemos diferenciar entre anillo y arete. El primero se coloca en el dedo y el segundo en la oreja. Sin embargo, cuando analizamos las Escrituras y su trasfondo original, notamos que en muchos casos la Biblia no establece una diferencia entre un tipo de adorno y otro, pues ambos son parte de una misma categoría: ornamentos externos usados para embellecerse o resaltar la apariencia.
En inglés, por ejemplo, tanto el anillo de dedo como el anillo de oreja son llamados “ring” (ear-ring para la oreja y ring para el dedo). Esta similitud lingüística nos recuerda que, en esencia, la discusión no debe centrarse en la forma o en el lugar del adorno, sino en el principio espiritual detrás de su uso.
Algunos sostienen que un anillo de matrimonio en el dedo es aceptable porque simboliza compromiso, mientras que un arete en la oreja no lo es. Pero la pregunta clave es: ¿qué busca Dios de nosotros? La Escritura responde con claridad: el adorno del cristiano no debe basarse en elementos externos, sino en la belleza interna producida por el Espíritu Santo (1 Pedro 3:3-4).
En otras palabras, la cuestión no es simplemente si se coloca un aro en la oreja o en el dedo, sino qué motivación y qué espíritu hay detrás de ello. ¿Lo hacemos para seguir modas, para resaltar nuestra apariencia, o para mostrar nuestra pertenencia al mundo? O, por el contrario, ¿decidimos reflejar la gloria de Cristo en una vida sencilla, limpia y apartada de la vanidad?
La exhortación de Pablo y Pedro
Tanto Pedro como Pablo fueron claros al hablar del tema del atavío. No estaban discutiendo un accesorio específico, sino la tendencia del corazón humano a dejarse llevar por la vanidad y el deseo de sobresalir externamente.
Pablo escribe:
“Asimismo también las mujeres, ataviándose en hábito honesto, con vergüenza y modestia; no con cabellos encrespados, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos” (1 Timoteo 2:9).
Este pasaje menciona cuatro elementos que en la cultura de aquel tiempo eran símbolos de lujo, moda y estatus social:
- Peinados ostentosos, que implicaban largas horas de arreglo con intención de impresionar.
- Oro y perlas, usados como signo de riqueza y vanidad.
- Vestidos costosos, que destacaban la posición social y fomentaban la competencia de apariencia.
El punto central de Pablo no es el material en sí (pues el oro, como metal, puede tener un uso legítimo en herramientas, prótesis o elementos de necesidad), sino el uso del adorno como un medio de exaltación personal y vanagloria.
Asimismo, Pedro reafirma el mismo principio en 1 Pedro 3:3-4:
“Vuestro atavío no sea el externo… sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios”.
Ambos apóstoles coinciden en lo mismo: el valor de un hijo de Dios no se mide por lo que lleva puesto, sino por lo que refleja en su carácter.
Es importante destacar que esta exhortación no se limita a las mujeres, aunque ellas eran las más asociadas con el uso de adornos en aquel tiempo. También aplica a los hombres, quienes hoy día participan igualmente de las modas de anillos, aretes, cadenas y otros accesorios. El principio es universal: todo exceso o adorno que refleje orgullo, vanidad o conformidad con el mundo debe ser dejado de lado por el cristiano.
El origen del uso de los anillos
Al estudiar la Biblia detenidamente, encontramos que en ningún pasaje relacionado con el matrimonio se menciona el uso del anillo como símbolo de unión. Ni Adán y Eva, ni Isaac y Rebeca, ni siquiera José y María recibieron o intercambiaron anillos como parte de su compromiso. El pacto matrimonial en la Escritura siempre fue confirmado por palabras, promesas y la bendición de Dios, nunca por un objeto externo.
Origen de la práctica del uso de anillos de matrimonio
La práctica de usar anillos de matrimonio comenzó siglos más tarde, como una costumbre introducida por la Iglesia Católica Romana, que incorporó elementos de rituales paganos en sus ceremonias para darles un aire solemne. El anillo circular, sin principio ni fin, se utilizaba en culturas paganas como símbolo de eternidad, del sol y de los dioses. De este modo, lo que hoy se considera un gesto “romántico” o “tradicional”, en realidad proviene de tradiciones humanas y no de mandamientos divinos.
Más allá del matrimonio, los anillos también fueron empleados como insignias de autoridad o de poder en algunos contextos históricos. Por ejemplo, en la antigüedad ciertos reyes o gobernadores portaban un anillo de sello, no como adorno, sino como herramienta para autenticar documentos oficiales (Esther 8:8). En este caso, el anillo no estaba ligado a vanidad o lujo, sino a una función práctica y administrativa.
Posteriormente se popularizaron como decoración
Sin embargo, con el paso del tiempo, los anillos empezaron a popularizarse como decoración corporal. Los pueblos paganos los usaban en la nariz, en las orejas, en los dedos de los pies e incluso en la lengua. Cada uno tenía un significado espiritual o cultural: en algunos casos de fertilidad, idolatría o invocación a deidades. Lo que comenzó como símbolo religioso o de poder, terminó convirtiéndose en un accesorio para ostentación y vanidad.
Hoy, el mundo ha retomado esas prácticas y las ha revestido de moda y cultura. Vemos anillos en múltiples partes del cuerpo, sin importar su origen o simbolismo. La pregunta, entonces, no es si la sociedad lo acepta o lo celebra, sino: ¿conviene esto a un hijo de Dios, llamado a reflejar la pureza, la modestia y la diferencia frente al mundo?
El creyente debe recordar que la identidad en Cristo no se define por un anillo ni por ningún otro adorno, sino por la obediencia a la Palabra y la transformación interna que el Espíritu Santo produce.
Una experiencia ilustrativa
En una ocasión, una joven se acercó con el deseo de bautizarse, pero traía ambas manos llenas de anillos. Para ella, cada uno tenía un significado especial: uno de graduación, otros de aniversario, varios de compromisos y hasta tres de matrimonio. Cuando se le preguntó por qué tantos anillos, respondió: “Cada uno representa un momento importante de mi vida”.
Lo interesante es que, aunque estos objetos parecían inofensivos y cargados de valor sentimental, en el fondo reflejaban una dependencia emocional hacia lo material y un intento de definir su identidad a través de ellos. Sin embargo, al mostrarle las Escrituras y explicarle que la vida en Cristo implica un nuevo nacimiento, comprendió que el verdadero adorno del creyente no es externo, sino una vida transformada por el Espíritu de Dios.
Este ejemplo nos recuerda una verdad importante: el corazón humano siempre buscará aferrarse a símbolos externos para encontrar seguridad y valor, pero el Evangelio nos invita a renunciar a esas ataduras y a vivir confiados únicamente en la gracia de Cristo. No se trata de imponer reglas o convicciones personales, sino de enseñar con la Palabra que la belleza y dignidad del creyente provienen de su relación con Dios y no de adornos visibles.
La diferencia entre el mundo y la iglesia debe ser notoria: mientras el mundo se esfuerza en acumular adornos para ser aceptado, el cristiano se reviste de santidad, humildad y modestia, reflejando una imagen diferente al mundo.
El testimonio de la Biblia sobre los adornos
La Palabra de Dios no deja este tema sin respuesta. A lo largo de la historia bíblica encontramos episodios donde los adornos aparecen asociados a la idolatría, la vanidad y la mundanalidad.
- En Jueces 8:24, los ismaelitas eran conocidos por sus zarcillos de oro, los cuales llevaban como signo de orgullo y lujo. Esto nos muestra que desde la antigüedad, el exceso de adornos era un rasgo distintivo de pueblos que no buscaban a Dios.
- En Gálatas 4:22-29, Pablo hace una comparación entre los hijos de la esclava y los hijos de la libre. Los que siguen aferrados a los ornamentos del mundo, viviendo según la carne, se identifican con el espíritu de esclavitud. Pero los que hemos sido llamados en Cristo somos hijos de la promesa, y nuestra herencia no depende de lo externo, sino de lo eterno.
- En Génesis 35:1-5, Jacob condujo a su familia a una renovación espiritual. Parte de esa transformación incluyó despojarse de los ídolos y de los zarcillos que tenían en sus orejas. Ese acto de obediencia no fue un simple cambio externo, sino una declaración de entrega total a Dios. El resultado fue evidente: “el terror de Dios estuvo sobre las ciudades que había en sus alrededores, y no persiguieron a los hijos de Jacob”. La decisión de apartarse de los adornos atrajo protección y respaldo divino.
A la luz de estos pasajes, entendemos que los adornos siempre han estado ligados a prácticas paganas y a la exaltación del yo, mientras que el pueblo de Dios se ha caracterizado por la modestia, la sencillez y la obediencia interna.
El espíritu de Babilonia y la vanidad
El libro de Apocalipsis describe con gran detalle el sistema de corrupción espiritual que domina al mundo:
“La mujer estaba vestida de púrpura y escarlata, y adornada de oro, de piedras preciosas y de perlas, y tenía en la mano un cáliz de oro lleno de abominaciones y de la inmundicia de su fornicación” (Apocalipsis 17:4).
Aquí no se habla solo de una mujer literal, sino de una figura simbólica que representa a Babilonia la Grande, la madre de toda idolatría y corrupción. El detalle de que aparece adornada de joyas y piedras preciosas no es casualidad: el Espíritu Santo nos está mostrando que el exceso de adornos y la vanidad son un reflejo de la religiosidad falsa y el orgullo del mundo.
Ese mismo espíritu de Babilonia sigue vigente hoy. Lo vemos en la obsesión por la moda, en la presión social de aparentar éxito mediante joyas o vestimentas lujosas, y en la búsqueda desesperada de reconocimiento a través de lo externo. Pero el cristiano debe recordar que su identidad no está en lo que lleva puesto, sino en Aquel que lo transformó.
El pueblo de Dios está llamado a distinguirse no por su ornamento visible, sino por su santidad interior, su humildad y su testimonio de vida.
Conclusión: ¿Qué diferencia hay entre Anillo y Arete?
La respuesta bíblica es clara: no hay diferencia entre anillo y arete, ambos son adornos que representan lo externo, lo pasajero y lo que alimenta la vanidad. El llamado de Dios es a que su pueblo se distinga no por lo que exhibe en su cuerpo, sino por la hermosura del corazón transformado por el Espíritu Santo.
Que no nos engañe la moda ni las tradiciones humanas. Recordemos que somos hijos de la promesa, llamados a reflejar la santidad de Cristo en todo lo que somos. Así como Jacob y su pueblo decidieron dejar atrás los adornos para experimentar la gloria de Dios, también nosotros estamos invitados hoy a vivir en una vida de sencillez, modestia y santidad.