Todo me es lícito pero no todo conviene (Prédica Escrita)

Introducción: Libertad cristiana bajo la lupa

Reflexión: Todo me es lícito pero no todo conviene (Explicación)

Una de las frases más conocidas del apóstol Pablo es: “Todo me es lícito, pero no todo conviene; todo me es lícito, pero no todo edifica” (1 Corintios 10:23).

En estas palabras se esconde una gran verdad que sigue siendo relevante hoy. La iglesia de Corinto enfrentaba un debate muy particular: ¿Era correcto comer carne sacrificada a los ídolos? Algunos aseguraban que no había problema, porque los ídolos eran nada; otros, con conciencia más débil, veían aquello como un pecado. Pablo responde con sabiduría, enseñando que la libertad cristiana no es excusa para actuar de cualquier manera, sino que debe ejercerse con prudencia, amor y responsabilidad espiritual.

El trasfondo del problema no era el alimento en sí, sino la intención del corazón, el efecto en la conciencia y el impacto en la vida del prójimo. Lo mismo sucede hoy: aunque muchas cosas son permitidas, no todas nos benefician ni edifican. La verdadera madurez espiritual consiste en saber discernir qué conviene y qué no.

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El trasfondo bíblico: carne sacrificada a los ídolos

Para entender la frase de Pablo, debemos trasladarnos al contexto cultural y religioso de la ciudad de Corinto. Esta era una ciudad cosmopolita, llena de templos dedicados a diferentes deidades paganas. Parte de los sacrificios ofrecidos a esos ídolos terminaban en los mercados, y los creyentes se preguntaban si comer de esa carne era participar de la idolatría.

Pablo responde con firmeza: los ídolos no son nada. Son representaciones humanas de dioses inexistentes. Isaías 44:9–10 ridiculiza la necedad de los que fabrican ídolos, mostrando que son simplemente obras de hombres. Del mismo modo, el episodio de los profetas de Baal en 1 Reyes 18:26–29 demuestra que clamar a un dios inexistente es clamar al vacío; no hay nadie que escuche porque esos “dioses” no existen.

Pablo también aclara que el valor espiritual de una persona no depende de lo que come o deja de comer. En 1 Corintios 8:8 nos recuerda que la comida no nos acerca ni nos aleja de Dios. Jesús ya había dicho algo similar: lo que contamina al hombre no es lo que entra en su boca, sino lo que sale de su corazón (Mateo 15:11, 18–19).

Esto nos enseña que el cristianismo no se centra en reglas externas, sino en la transformación interna del corazón. El verdadero problema no era la carne en sí, sino cómo esa acción podía impactar la conciencia propia y la de otros. Si comer carne sacrificada a los ídolos debilitaba la fe de un hermano, entonces era mejor abstenerse. El principio espiritual es claro: lo que en sí mismo no es pecado puede convertirse en tropiezo si no se hace con amor, prudencia y edificación mutua.

Libertad no es libertinaje

Todo me es lícito pero no todo conviene: principio que protege al creyente

Cuando Pablo declara: “Todo me es lícito, pero no todo conviene”, está presentando un principio que protege al creyente de caer en extremos. Por un lado, afirma que en Cristo tenemos libertad: ya no estamos bajo el yugo de la ley ceremonial judía ni atados a tradiciones humanas. Sin embargo, esa libertad no significa ausencia de límites, porque el cristiano ya no vive para sí mismo, sino para Cristo.

La vida cristiana no consiste en listas interminables de prohibiciones, sino en discernir lo que edifica y glorifica a Dios. La verdadera pregunta no es: “¿Esto es pecado?”, sino: “¿Esto me edifica, me conviene y bendice a los demás?”

Ejemplos prácticos en la vida moderna:

  • El entretenimiento. Ver televisión, escuchar música o navegar en redes sociales no es pecado en sí, pero si el contenido que consumes promueve violencia, inmoralidad, incredulidad o chismes, entonces no edifica.
  • Las amistades. Compartir con amigos es lícito, pero si su compañía te arrastra a ambientes de pecado o debilita tu comunión con Dios, no conviene.
  • El trabajo y los negocios. Ganar dinero es necesario, pero si el afán de riqueza consume tu vida espiritual y te hace descuidar tu relación con Dios, esa práctica lícita deja de ser conveniente.

La verdadera libertad en Cristo no se mide por lo que “puedo hacer”, sino por lo que me ayuda a crecer espiritualmente, a vivir en santidad y a bendecir a los demás. Cuando un creyente entiende esto, su perspectiva cambia: ya no se trata de vivir al límite de lo permitido, sino de buscar lo que más glorifique a Dios.

Cuando lo lícito destruye el templo de Dios

Otro aspecto vital que Pablo menciona es que el cuerpo del creyente es templo del Espíritu Santo (1 Corintios 3:16–17; 6:19–20). Esto significa que no nos pertenecemos, sino que hemos sido comprados por precio: la sangre de Jesucristo. Por lo tanto, todo lo que hacemos con nuestro cuerpo debe reflejar respeto y honra a Dios.

Algunas prácticas, aunque no estén directamente condenadas en un mandamiento, son peligrosas porque dañan la salud física, alteran la mente y abren puertas al pecado.

Ejemplos claros:

  • El consumo de alcohol. Aunque algunos lo ven como un hábito social aceptable, la Biblia advierte contra la embriaguez (Efesios 5:18). Una copa puede parecer inofensiva, pero abre la puerta a la pérdida de control, discusiones, accidentes y conductas inmorales.
  • Las drogas y el tabaco. Estos hábitos esclavizan, destruyen progresivamente el cuerpo y afectan la mente, debilitando la sobriedad que un cristiano debe mantener (1 Pedro 5:8).
  • La glotonería. Comer es necesario, pero hacerlo con exceso es pecado. Romanos 13:13 menciona la glotonería junto con la borrachera y la lujuria. Es un pecado muchas veces ignorado, pero que refleja falta de dominio propio.

Lo que esclaviza y me aparta de Dios, No conviene

El principio es este: lo que me esclaviza, me destruye o me aparta de Dios no conviene, aunque esté permitido. El cristiano está llamado a vivir en dominio propio, no bajo el poder de ninguna adicción. La verdadera libertad en Cristo no consiste en hacer lo que quiero, sino en tener la capacidad de decir “no” a lo que me aparta de la santidad.

Así, lo lícito se convierte en peligroso cuando atenta contra mi salud, me roba la sobriedad espiritual o me impide ser un instrumento útil en las manos de Dios. Por eso Pablo advierte: “No os hagáis esclavos de los hombres” (1 Corintios 7:23).

Pablo no hablaba solo de la carne sacrificada a los ídolos, sino de un principio atemporal: la vida cristiana debe medirse no por lo permitido, sino por lo que conviene, edifica y glorifica a Dios.

La juventud y la ilusión de lo permitido

El sabio Salomón dijo: “Alégrate, joven, en tu juventud… anda en los caminos de tu corazón y en la vista de tus ojos; pero sabe, que sobre todas estas cosas te juzgará Dios” (Eclesiastés 11:9).

Aquí encontramos un balance divino: Dios no está en contra de que los jóvenes disfruten la vida, experimenten sueños, metas y alegrías propias de esa etapa. Sin embargo, la advertencia es clara: la juventud suele confundir libertad con libertinaje. El corazón humano es engañoso (Jeremías 17:9) y fácilmente puede llevarnos por caminos que parecen correctos, pero cuyo fin es muerte (Proverbios 14:12).

La sociedad actual impulsa la idea de “vive como quieras, nadie puede juzgarte”, pero la Palabra de Dios recuerda que toda decisión será juzgada. Lo que hoy parece diversión inofensiva puede convertirse en cadenas de adicciones, heridas emocionales profundas o recuerdos dolorosos que marcarán toda la vida.

Por eso Pablo enseña un principio práctico: “Todo me es lícito, mas no todo conviene; todo me es lícito, mas no todo edifica” (1 Corintios 10:23).

La verdadera madurez espiritual se muestra cuando un joven no se guía únicamente por lo que “está permitido”, sino por lo que conviene para su vida eterna y lo que edifica su carácter cristiano. El filtro no es la emoción del momento, sino la voluntad de Dios revelada en Su Palabra.

El bien del prójimo antes que el mío

Pablo enseña con claridad: “Ninguno busque su propio bien, sino el del otro” (1 Corintios 10:24). Aquí se resalta un principio clave del evangelio: el amor cristiano siempre pone por delante el bien del prójimo. La libertad cristiana no significa vivir egoístamente, sino tener la capacidad de renunciar a algo legítimo por amor a los demás.

Aunque algo no sea pecado en sí mismo, si al practicarlo hago tropezar a mi hermano, estoy pecando contra Cristo (1 Corintios 8:12). El tropiezo no solo ocurre cuando hacemos caer al débil en fe, sino también cuando, por nuestro ejemplo, alentamos a otros a actuar contra su conciencia. Pablo lo aclara: “Todo lo que no proviene de fe, es pecado” (Romanos 14:23).

Jesús fue tajante sobre este asunto: “Mejor le fuera que se le atase al cuello una piedra de molino y se le arrojase al mar, que hacer tropezar a uno de estos pequeñitos” (Lucas 17:2).

Esto nos lleva a una conclusión práctica: la libertad cristiana no se mide solo por lo que yo quiero, sino también por lo que edifica a los demás. El creyente maduro entiende que amar al prójimo a veces significa renunciar a derechos personales por el bien espiritual de los hermanos.

Todo para la gloria de Dios

Pablo finaliza con un principio rector que debe gobernar toda la vida cristiana: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31). Aquí encontramos el mayor filtro espiritual: lo que determina si una acción conviene o no, no es si es pecado en sí misma, sino si glorifica a Dios.

Ejemplos prácticos:

  • Comer o beber no es pecado, pero si lo hacemos con exceso, glotonería o sin dominio propio, ya no glorifica a Dios.
  • Disfrutar de un entretenimiento puede ser legítimo, pero si eso roba el tiempo de oración, estudio bíblico o servicio al Señor, ya no edifica.
  • Hablar no es malo, pero si nuestras palabras se convierten en murmuración, chisme o división, entonces dejan de glorificar a Dios.

El creyente que ama a Dios busca que cada aspecto de su vida —sus pensamientos, palabras, hábitos, decisiones y relaciones— se convierta en una ofrenda que refleje la gloria divina.

El verdadero cristiano vive bajo un solo propósito: ser luz que refleje la gloria de Dios en todo lo que hace. La libertad se convierte entonces no en un pretexto para el egoísmo, sino en una oportunidad para amar, servir y honrar al Señor.

Principios prácticos para aplicar este pasaje hoy

El apóstol Pablo nos ofrece un filtro espiritual que debe guiar cada decisión del creyente. No basta con preguntar: “¿Está prohibido o permitido?”, sino evaluar nuestras acciones en tres dimensiones:

  1. ¿Me conviene?
    Una acción puede ser lícita, pero ¿me acerca más a Dios o me aleja de Él? ¿Me ayuda a crecer espiritualmente o me estanca? Aquí entra en juego la sabiduría. Pablo dice: “Todo me es lícito, pero no todo conviene” (1 Corintios 6:12).
  2. ¿Me edifica?
    La meta de toda decisión debe ser fortalecer la fe, tanto la nuestra como la de los demás. Si algo debilita mi comunión con Dios o hiere a un hermano, no es edificante.
  3. ¿Glorifica a Dios?
    El criterio supremo no es el placer, la moda ni la presión social, sino si lo que hago honra al Señor. Como Pablo declara: “Hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31).

Este pasaje nos recuerda cuatro principios esenciales:

  • No uses la libertad para la carne. La verdadera libertad en Cristo no es un permiso para pecar. Gálatas 5:13 exhorta: “No uséis la libertad como ocasión para la carne, sino servíos por amor los unos a los otros.” La libertad cristiana se traduce en servicio y amor, no en egoísmo y desenfreno.
  • Cuida tu testimonio. No olvides que siempre alguien te está observando: tu familia, tus amigos, tus compañeros de trabajo o tus hermanos en la fe. Una acción que para ti no es problema, puede ser tropiezo para otro.
  • Busca el bien común. La vida cristiana no es egocéntrica, sino comunitaria. “Ninguno busque su propio bien, sino el del otro” (1 Corintios 10:24). Amar implica pensar en cómo mis decisiones afectan a los demás.
  • Ejercita dominio propio. Lo que comienza como un hábito “inofensivo” puede transformarse en esclavitud. Por eso Pablo declara: “Todo me es lícito, mas yo no me dejaré dominar de ninguna” (1 Corintios 6:12). El Espíritu Santo nos capacita para no ser esclavos de nada.

Ejemplos de la vida cotidiana

Estos principios no son teóricos; se aplican a cada aspecto de la vida:

  • El entretenimiento: Ver una película o escuchar música no es pecado en sí, pero debemos discernir: ¿qué valores transmite? ¿Promueve violencia, inmoralidad o incredulidad? Lo que entra por nuestros sentidos afecta nuestro corazón y mente.
  • El uso del dinero: Comprar o disfrutar de bienes no es malo, pero ¿lo haces con gratitud y moderación o con avaricia y orgullo? El manejo de las finanzas refleja nuestro corazón.
  • Las redes sociales: Publicar, comentar o compartir es parte de la vida moderna, pero ¿qué mensaje transmites? ¿Tus publicaciones edifican, inspiran y glorifican a Dios, o fomentan división, chisme y vanidad?
  • El hablar: La libertad de opinar es real, pero nuestras palabras tienen poder. Pueden sanar o herir, edificar o destruir. Jesús mismo advirtió que daremos cuenta de toda palabra ociosa (Mateo 12:36).

En resumen: Lo lícito no siempre es conveniente, y lo conveniente siempre busca edificar.

Vivir con propósito eterno

La enseñanza de Pablo no es una invitación a vivir bajo miedo o bajo un sistema de reglas opresivas, sino un llamado a usar nuestra libertad con responsabilidad espiritual.

En Cristo somos verdaderamente libres (Juan 8:36), pero esa libertad debe estar gobernada por el amor, la prudencia y el deseo de glorificar a Dios.

Podemos resumirlo así:

  • Lo lícito me habla de lo permitido.
  • Lo conveniente me habla de lo provechoso.
  • Lo edificante me habla de lo que fortalece mi vida y la de los demás.

La vida cristiana no se trata de hacer todo lo que quiero, sino de vivir de tal manera que Dios sea agradado y los demás bendecidos. Cuando entendemos esto, nuestras decisiones dejan de ser impulsivas o egoístas, y se convierten en actos de adoración que reflejan el carácter de Cristo en nosotros.

Reflexión Final: Todo me es lícito pero no todo conviene

La enseñanza del apóstol Pablo nos recuerda que la vida cristiana no se mide simplemente por lo que está prohibido o permitido, sino por un principio más alto: la gloria de Dios y el amor al prójimo.

El mundo define libertad como hacer lo que uno quiera, sin importar las consecuencias. Pero la Biblia redefine la libertad como la capacidad, por medio de Cristo, de vivir conforme a la voluntad de Dios, libres del poder del pecado y del egoísmo. La verdadera libertad no está en complacer mis deseos, sino en ser transformado para agradar al Señor.

Por eso Pablo declara: “Todo me es lícito, mas no todo conviene; todo me es lícito, mas yo no me dejaré dominar de ninguna” (1 Corintios 6:12). Este principio nos invita a no ser esclavos de nada, ni siquiera de lo que es lícito, porque cuando algo nos domina, dejamos de vivir bajo la libertad que Cristo nos dio.

Además, cada decisión que tomamos tiene un impacto más amplio: no solo afecta nuestra vida espiritual, sino también la fe y la conciencia de quienes nos rodean. Jesús fue radical al advertir sobre el peligro de hacer tropezar a otros (Lucas 17:2). Así entendemos que nuestra libertad debe ejercerse con responsabilidad, amor y cuidado del testimonio cristiano.

Un triple filtro espiritual

En resumen, este pasaje, «Todo me es lícito pero no todo conviene, nos desafía a vivir bajo un triple filtro espiritual:

  • ¿Me conviene? (habla de lo provechoso)
  • ¿Me edifica? (habla de lo que me hace crecer en Cristo y ayuda a crecer a otros)
  • ¿Glorifica a Dios? (habla del propósito eterno de todas mis acciones)

La vida cristiana, entonces, no consiste en preguntar: “¿Puedo hacerlo?”, sino en discernir: “¿Debo hacerlo? ¿Le agrada a Dios? ¿Edifica mi fe y la de mi hermano? ¿Refleja el carácter de Cristo en mí?”

Vivir así es caminar con propósito eterno: usar la libertad no como una excusa para la carne, sino como una oportunidad para servir a Dios y al prójimo con amor.

En últimas, la verdadera libertad es vivir para la gloria de Dios, porque cuando todo lo que hacemos apunta a honrarlo, nuestra vida se convierte en un testimonio vivo de que Cristo nos ha hecho libres, no para hacer nuestra voluntad, sino para hacer la Suya.

Recuerda: Todo me es lícito, pero no todo conviene. Bendiciones.

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