Invitado entre marginados: Sentado en la mesa de los excluidos
Descubriendo el verdadero significado de publicanos y pecadores
Cuando leemos en los Evangelios que Jesús de Nazaret se sienta con los publicanos y pecadores, es fácil pasar de largo sin comprender la profundidad que tiene esta escena. ¿Quiénes eran esos “publicanos y pecadores”? ¿Por qué Jesús compartía mesa con ellos, provocando la murmuración de los fariseos? Y lo más importante: ¿Qué enseñanza tiene ese gesto para nosotros hoy, como creyentes, comunidad o individuo? En esta entrada de blog responderemos esas preguntas, ofreciendo una explicación bíblica, histórica y devocional.
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1. ¿Quiénes eran los publicanos?
Cuando abrimos los Evangelios y encontramos el término publicano, no estamos ante una palabra menor. En tiempos de Jesús, esta designación estaba cargada de desprecio, sospecha y marginación. La palabra proviene del latín publicanus, que hacía referencia a un funcionario encargado de recaudar impuestos públicos. En el griego del Nuevo Testamento, se traduce como telōnēs (τελώνης), que literalmente significa “cobrador de tributos”.
1.1 Su oficio y contexto social
Para comprender por qué los publicanos eran tan odiados, debemos situarnos en el contexto político y religioso de Palestina en el siglo I. Israel vivía bajo el yugo del Imperio Romano, una dominación extranjera que no solo implicaba control militar, sino también una fuerte carga tributaria. Roma exigía impuestos de todo tipo: sobre las cosechas, las propiedades, el comercio y hasta los productos que cruzaban fronteras internas.
Sin embargo, Roma no recaudaba directamente estos tributos. El imperio subcontrataba el servicio a empresarios locales llamados publicani, esta es la forma plural de publicanus (Publicano), quienes a su vez empleaban a recaudadores —los telōnai— para ejecutar la tarea en cada región. Estos hombres pagaban por adelantado al imperio una suma fija, y luego cobraban a los ciudadanos con intereses añadidos para obtener su ganancia.
Esto generó abusos y corrupción generalizada. Muchos recaudadores exigían más de lo que debían, manipulaban los registros o amenazaban con sanciones a los campesinos y comerciantes que no podían pagar. No solo eran vistos como avaros y corruptos, sino también como traidores al pueblo de Dios, porque colaboraban con el enemigo pagano.
El desprecio religioso y moral
Desde la perspectiva judía, los publicanos no solo eran un problema económico, sino un símbolo de impureza moral. Al tratar constantemente con monedas romanas que llevaban inscripciones paganas y al tener contacto con gentiles, eran considerados ritualmente impuros.
Los fariseos y escribas —celosos de la ley— los excluían de la comunidad religiosa: no podían ser testigos válidos en un juicio, ni ocupar cargos públicos, ni siquiera se les permitía entrar libremente en las sinagogas. La Mishná judía, un texto posterior que refleja la mentalidad farisea, los equipara con los ladrones y los asesinos.
En pocas palabras, un publicano era el rostro visible del pecado social y la corrupción espiritual. Representaba todo lo que el judío piadoso quería evitar.
Ejemplos en los Evangelios
El Evangelio nos muestra varios ejemplos emblemáticos. Zaqueo, el jefe de los publicanos en Jericó (Lucas 19:1-10), era un hombre rico y temido. Su encuentro con Jesús demuestra cómo la gracia puede transformar incluso al más despreciado: “He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado.” (v. 8).
Otro ejemplo es Mateo (también llamado Leví), quien era publicano cuando Jesús lo llamó a ser su discípulo (Mateo 9:9). Este hecho escandalizó a muchos, porque el Maestro no solo se acercó a un hombre considerado pecador, sino que lo incorporó a su círculo más íntimo.
Jesús, al elegir a un publicano como apóstol, envió un mensaje poderoso: el Reino de Dios no se edifica sobre la reputación humana, sino sobre la disposición del corazón a seguirle.
1.2 Significado espiritual del término
Más allá del oficio, el término publicano en los Evangelios se convirtió en una categoría espiritual: representaba a todos aquellos que la religión institucional había descartado. Los fariseos usaban la palabra con desprecio, pero Jesús la resignificó como símbolo de humildad y arrepentimiento.
En la parábola del fariseo y el publicano (Lucas 18:9-14), esta inversión de valores se hace evidente. Mientras el fariseo oraba orgullosamente diciendo: “Te doy gracias porque no soy como los demás hombres… ni como este publicano”, el cobrador de impuestos ni siquiera se atrevía a levantar la vista, sino que decía: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Y Jesús concluye: “Este descendió a su casa justificado antes que aquel”.
Con esto, el Maestro reveló que la verdadera pureza no nace del cumplimiento externo de normas, sino de un corazón quebrantado y sincero. El publicano, despreciado por la sociedad, se convirtió en ejemplo de humildad ante Dios.
En la perspectiva espiritual, “ser publicano” pasó a significar ser aquel que reconoce su necesidad de gracia, aquel que sabe que nada puede ofrecer a cambio del perdón, sino que depende enteramente de la misericordia divina.
2. ¿Quiénes eran los pecadores en este contexto?
En los Evangelios, la palabra pecadores (en griego hamartōloi, ἁμαρτωλοί) no se refiere únicamente a los que cometen errores morales, sino a un grupo social identificado como transgresor o impuro ante la ley religiosa. Es un término con un peso cultural enorme en el judaísmo del siglo I.
2.1 ¿Qué implicaba “pecar” en el entorno judío del siglo I?
Para el pensamiento hebreo, el pecado (jatá, חָטָא) no era solo una falta ética, sino un alejamiento del propósito de Dios, una desviación del camino justo. Sin embargo, con el paso de los siglos y la influencia farisea, la noción del pecado se fue ampliando a una serie de impurezas rituales y sociales.
En la práctica, “ser pecador” podía significar muchas cosas:
- Trabajar en el día de reposo (sábado).
- No pagar los diezmos.
- Relacionarse con gentiles o samaritanos.
- Ejercer oficios considerados indignos (como pastor, curtidor, tabernero o prostituta).
- No observar las purificaciones rituales.
De esta manera, el pecado no era solo una realidad moral, sino también una etiqueta social. La gente no era juzgada únicamente por lo que hacía, sino por su reputación y por cómo se ajustaba o no a las normas religiosas establecidas.
Los fariseos, por ejemplo, consideraban “pecadores” a todos los que no seguían su interpretación estricta de la Ley. Así, un campesino que no podía cumplir todos los ritos de pureza por falta de recursos, o un cobrador que manejaba dinero impuro, era automáticamente excluido.
Este sistema generó una sociedad de “puros” y “impuros”, donde la santidad se volvió un privilegio de los observantes, y la culpa, una carga permanente para los marginados.
La mirada de Jesús sobre el “pecador”
Jesús vino a romper precisamente esa barrera. Mientras los fariseos veían a los pecadores como una amenaza a la pureza de la comunidad, Él los veía como hijos perdidos que debían ser restaurados.
Su acercamiento a prostitutas, adúlteras, enfermos, endemoniados y marginados fue radicalmente contracultural. Él no negaba el pecado, pero lo enfrentaba desde la compasión, no desde el juicio. La mujer sorprendida en adulterio (Juan 8:1-11) es ejemplo perfecto: en lugar de condenarla, Jesús la liberó y le dio una nueva oportunidad.
Jesús redefine al “pecador”: ya no es el que está condenado sin remedio, sino el destinatario de la gracia. Y redefine la santidad: no como separación altiva, sino como acercamiento redentor.
2.2 La expresión “publicanos y pecadores”
Cuando los Evangelios agrupan estas dos palabras —“publicanos y pecadores”— no lo hacen por redundancia, sino para subrayar la totalidad del rechazo social y religioso que estos grupos sufrían.
Los publicanos representaban el desprecio económico y político; los pecadores, el desprecio moral y espiritual. Juntos simbolizaban a todos los que la religión había dado por perdidos. Por eso la crítica de los fariseos contra Jesús era tan feroz: “Este recibe a los pecadores, y come con ellos” (Lucas 15:2).
En su mentalidad, quien compartía la mesa con un pecador se contaminaba también. Pero Jesús convirtió ese escándalo en su sello distintivo: la mesa del Reino está abierta para los despreciados, y solo los humildes pueden ocuparla.
El término “publicanos y pecadores”, entonces, no es solo una descripción histórica, sino un símbolo teológico. Habla de todos los excluidos, marginados o quebrantados que el amor de Dios sigue buscando.
3. ¿Qué significa que Jesús coma con publicanos y pecadores?
Entre todas las escenas de los Evangelios, pocas resultaron tan escandalosas y reveladoras como aquella donde Jesús se sienta a comer con publicanos y pecadores. A primera vista podría parecer un simple gesto de hospitalidad, pero dentro de la cultura judía del siglo I, este acto tenía una carga simbólica inmensa. Compartir una mesa no era solo comer: era entrar en comunión, reconocer al otro como digno de relación y romper barreras sociales y religiosas.
En ese tiempo, la comida tenía un profundo sentido espiritual. Para el judío, la mesa era una extensión del altar: un espacio donde se celebraba la identidad del pueblo santo. Por eso, comer con alguien implicaba considerarlo parte de tu círculo, alguien con quien compartías pureza y amistad. Hacerlo con los marginados —publicanos y pecadores— era, para los fariseos, un acto de contaminación ritual.
3.1 Jesús rompe la lógica de la exclusión
El Evangelio de Marcos nos ofrece una de las escenas más claras:
“Y aconteció que estando Jesús a la mesa en casa de Leví, muchos publicanos y pecadores estaban también sentados con Jesús y con sus discípulos; porque había muchos que le habían seguido. Y los escribas y los fariseos, viéndole comer con los publicanos y pecadores, dijeron a los discípulos: ¿Por qué come y bebe vuestro Maestro con los publicanos y pecadores?” (Marcos 2:15-16)
Aquí se observa un contraste nítido entre el rechazo de los religiosos y la compasión del Maestro. Los fariseos no cuestionan lo que Jesús enseña, sino con quién se relaciona. Para ellos, la pureza dependía de mantenerse lejos del impuro. Pero Jesús invierte la lógica: su santidad no se contamina con el contacto, sino que santifica al que toca.
Él no teme ensuciarse para sanar, no huye del que está lejos, sino que lo busca. Donde otros veían amenaza, Jesús veía oportunidad; donde los religiosos veían mancha, Él veía una vida que podía ser restaurada.
3.2 Comer: un acto profético del Reino
Cada vez que Jesús comía con pecadores, estaba proclamando el Evangelio en acción. Su mesa se convirtió en un anuncio visible del Reino de Dios: un Reino donde los últimos son los primeros, donde la gracia se sienta al lado del error, y donde la misericordia tiene prioridad sobre la reputación.
Este gesto profético anticipa la gran cena mesiánica descrita en Isaías 25:6 —“Y Jehová de los ejércitos hará en este monte banquete de manjares suculentos para todos los pueblos”— y también la parábola del banquete en Lucas 14, donde los invitados originales rechazan la invitación y el Señor manda traer a los pobres, cojos, ciegos y mancos.
Jesús, al sentarse a la mesa con publicanos y pecadores, estaba inaugurando esa promesa profética: el banquete del Reino ha comenzado, y sus primeros invitados no son los perfectos, sino los quebrantados.
3.3 Misericordia antes que sacrificio
En Mateo 9:13, después de ser criticado por los fariseos, Jesús cita al profeta Oseas diciendo:
“Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio; porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento.”
Esta referencia no es casual. Oseas 6:6 denuncia una religiosidad vacía, más preocupada por los rituales que por el amor verdadero. Jesús retoma esas palabras para declarar que la verdadera devoción a Dios se mide por la compasión hacia los perdidos, no por la distancia que mantenemos de ellos.
En otras palabras, no se trata de proteger nuestra pureza, sino de reflejar el corazón del Padre. Su misión no fue crear muros entre santos y pecadores, sino puentes de restauración.
3.4 El propósito de la mesa: restaurar, no aprobar
Es crucial entender que Jesús no comía con ellos para aprobar su pecado, sino para ofrecerles redención. Su presencia no era complacencia, sino llamada. Cuando Zaqueo lo recibe en su casa, el resultado no es indiferencia, sino transformación: la gracia produce fruto, la comunión despierta arrepentimiento.
Cada comida era un altar de conversión. Donde otros veían solo desobediencia, Jesús veía potencial; donde había culpa, Él traía perdón; donde había soledad, Él ofrecía comunión. Por eso, comer con publicanos y pecadores no fue una excepción de la gracia, sino su manifestación más pura.
3.5 El escándalo de la gracia
Los religiosos se escandalizaban de que Jesús se acercara a los impuros, pero el verdadero escándalo era la gracia misma. La gracia rompe las jerarquías humanas, borra las fronteras y desarma la lógica del mérito.
La religión dice: “Acércate cuando seas digno”; la gracia responde: “Acércate, y serás transformado”.
Jesús nos enseña que el Reino no se gana con esfuerzo, sino que se recibe con humildad. Él come con los que nadie quiere, porque vino a buscar a los que todos perdieron.
4. Profundizando el significado para nosotros
Si Jesús comió con publicanos y pecadores, no fue solo para mostrar compasión en un tiempo lejano. Lo hizo para revelar el modelo de su Reino: un Reino donde la misericordia tiene rostro, la santidad tiene propósito, y la comunión tiene poder transformador.
Estas escenas bíblicas no son solo historia antigua; son una llamada viva a la iglesia de hoy, a cada creyente que sigue a Cristo en medio de un mundo fragmentado.
4.1 Dios se acerca al marginado
La religión de los hombres tiende a excluir; el amor de Dios, a incluir. Cuando Jesús se sentó con los marginados, estaba mostrando el corazón del Padre: un Dios que no se queda en el templo, sino que camina por las calles, entra en las casas y toca lo intocable.
En nuestra realidad actual, los “publicanos y pecadores” pueden tener rostros diferentes: personas rechazadas por su pasado, jóvenes sin rumbo, familias deshechas, o incluso creyentes que se sienten indignos.
Y el mensaje sigue siendo el mismo: Cristo no se avergüenza de sentarse contigo. Él no teme tu historia, tus heridas ni tus errores. Donde otros ven vergüenza, Él ve valor; donde otros ven fracaso, Él ve propósito.
Si la iglesia es el cuerpo de Cristo, entonces debe ser también el lugar donde los rechazados hallan aceptación y los heridos hallan restauración.
4.2 La comunión que sana y transforma
Comer con alguien, compartir la mesa, sigue siendo uno de los actos más humanos y espirituales que existen. En la Biblia, la mesa siempre fue símbolo de pacto y comunión: Abraham recibió a los ángeles en su mesa, Moisés comió ante Dios en el Sinaí, David preparó mesa para sus enemigos, y Jesús instituyó la Cena del Señor como memorial de su sacrificio.
Por tanto, la mesa cristiana no es un mueble: es un ministerio. Cuando abrimos nuestra mesa —literal o espiritual— a quienes el mundo desprecia, hacemos visible el Reino de Dios.
Cada vez que escuchas a alguien rechazado, que compartes pan con quien está solo, que invitas a quien se siente indigno, estás actuando como Jesús actuó. Porque la comunión no solo alimenta el cuerpo: sana el alma y restaura la dignidad.
4.3 La verdadera santidad se acerca, no se aísla
Muchos creen que la santidad consiste en mantenerse lejos de lo “impuro”. Pero la santidad de Cristo es diferente: una santidad que se mueve hacia el dolor, no que se encierra en la pureza. Jesús fue santo, pero no distante; perfecto, pero accesible.
La santidad bíblica no es separación egoísta, sino dedicación al propósito de Dios. Y el propósito de Dios siempre es restaurar. Por eso, si nuestra santidad nos aleja de la gente, probablemente no sea santidad, sino orgullo religioso. La verdadera santidad nos impulsa a amar, servir y levantar al caído.
4.4 El desafío para la iglesia contemporánea
Esta enseñanza nos confronta. ¿A quién estamos invitando a nuestra mesa? ¿A los que se parecen a nosotros, o a los que más necesitan la gracia?
Hoy, los “publicanos y pecadores” pueden ser las personas ignoradas por la comunidad religiosa: los que no encajan en los moldes, los que tienen pasados difíciles, los que buscan a Dios entre tropiezos.
Si Jesús los buscó, ¿Cómo podríamos nosotros excluirlos?
La iglesia está llamada a ser una comunidad de mesa abierta, donde la santidad no se defiende con muros, sino que se expande con amor. No se trata de diluir la verdad, sino de presentarla en el contexto de la misericordia.
Solo así el Evangelio tendrá sentido para los heridos de este siglo: cuando puedan ver que todavía hay un Cristo que se sienta con ellos, que los escucha, los perdona y los transforma.
5. Un llamado para hoy
El mensaje de Jesús no se detuvo en los caminos polvorientos de Galilea. Su invitación sigue viva, resonando en medio de una sociedad que aún divide, etiqueta y excluye. Los “publicanos y pecadores” de nuestro tiempo tal vez no cobren impuestos para Roma, pero existen bajo otros nombres: los rechazados, los incomprendidos, los que fallaron, los que cargan culpa o vergüenza, los que sienten que no encajan en los círculos religiosos.
Jesús continúa extendiendo la misma gracia que escandalizó a los fariseos. Él no espera que las personas cambien para acercarse, sino que las invita a acercarse para ser transformadas. Esa es la esencia del Evangelio: Dios acercándose al hombre, no el hombre intentando alcanzar a Dios con sus propios méritos.
5.1 Cómo entrar a la mesa: de invitado a hijo
El banquete del Reino no es un privilegio para unos pocos escogidos por su moralidad, sino una invitación abierta a todo corazón dispuesto. Sin embargo, la entrada tiene un requisito: la humildad. Jesús mismo dijo:
“Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:3).
El pobre en espíritu es aquel que reconoce su necesidad, que sabe que no puede salvarse a sí mismo. Así, entrar a la mesa comienza con:
1. Reconocer tu necesidad.
El primer paso hacia el banquete es aceptar que estamos hambrientos de gracia. Nadie llega a la mesa de Cristo con autosuficiencia. Él no alimenta el orgullo, sino el hambre espiritual.
2. Acercarse con sinceridad.
Los fariseos aparentaban pureza, pero sus corazones estaban llenos de juicio. Jesús enseñó que el publicano que oraba golpeando su pecho fue justificado, mientras que el religioso que se creía justo, no (Lucas 18:9-14). La sinceridad del alma vale más que mil rituales vacíos.
3. Dejarse transformar.
Jesús recibe a los pecadores, pero no los deja como están. En cada encuentro, Él sana, perdona y cambia destinos. Zaqueo, después de una comida con Jesús, decidió devolver lo robado y dar la mitad de sus bienes a los pobres (Lucas 19:8). La gracia verdadera siempre produce fruto de arrepentimiento.
4. Compartir la mesa.
El encuentro con Jesús no termina en una experiencia individual. Quien ha probado la misericordia, se convierte en mensajero de ella. Ser discípulo es abrir espacio para otros: perdonar, invitar, escuchar, abrazar, aunque el mundo diga que “no merecen” estar allí.
5.2 Cómo hacer de tu comunidad una mesa abierta
La iglesia primitiva entendió que el Reino de Dios se experimenta también alrededor de una mesa. En los hogares, los creyentes partían el pan “con alegría y sencillez de corazón” (Hechos 2:46). Allí se compartía no solo alimento, sino fe, esperanza y vida.
Jesús nos llama a reproducir ese ambiente de gracia en nuestras comunidades. Hoy, muchas iglesias corren el riesgo de levantar muros en lugar de mesas. Pero el Espíritu Santo nos impulsa a recuperar el modelo de Cristo: una iglesia hospitalaria, que no teme ensuciarse las manos por amor a los perdidos.
Sigue el modelo de Cristo
1. Invita a los que nadie invita.
Jesús contó una parábola donde un rey preparó un banquete, pero los invitados se excusaron. Entonces mandó a llamar a los pobres, cojos y ciegos (Lucas 14:21). Esa es la lógica del Reino: cuando los “dignos” no responden, Dios llena su mesa con los humildes y despreciados.
2. Crea espacios de encuentro, no de juicio.
Una comida puede convertirse en un acto sagrado cuando se comparte con amor. No se trata solo de alimentar cuerpos, sino de nutrir almas con palabras de esperanza. En un mundo lleno de superficialidad, la verdadera comunión puede sanar heridas invisibles.
3. Enseña una santidad compasiva.
La santidad no es aislamiento, sino dedicación al propósito de Dios. Ser santo no es evitar a los pecadores, sino amar como Cristo amó. La pureza del creyente no se contamina al acercarse al necesitado; al contrario, refleja la pureza de Cristo que toca al leproso y lo limpia.
4. Sé un testimonio vivo de misericordia.
La misericordia no se predica solo con palabras, sino con gestos. Jesús no solo habló de amor, Él se sentó con los olvidados, compartió pan con ellos y los miró con ternura. Cuando la iglesia actúa así, el mundo ve a Cristo encarnado nuevamente.
“Misericordia quiero y no sacrificio” (Mateo 9:13). Ese sigue siendo el clamor de Dios: menos juicio, más compasión; menos exclusión, más puertas abiertas.
6. Conclusión: La invitación que cambia vidas
El relato de Jesús comiendo con publicanos y pecadores no es una anécdota más del Evangelio. Es una revelación del corazón mismo de Dios. En esa mesa se manifiesta el plan eterno: un Dios que no se mantiene distante, sino que se sienta a comer con el hombre caído.
En ella comprendemos que:
- Los publicanos representan la culpa y la vergüenza humana; los pecadores, nuestra rebelión y fragilidad.
- Jesús, al sentarse con ellos, rompió la distancia entre lo santo y lo profano, mostrando que la verdadera santidad se expresa en amor redentor.
- Cada comida con Jesús anticipaba la gran cena del Cordero (Apocalipsis 19:9), donde se reunirán todos los redimidos, sin distinción de pasado, raza o condición.
Jesús no solo comió con ellos para aceptarlos, sino para restaurarlos. Su presencia purifica más que cualquier rito; su palabra transforma más que cualquier ley. Allí donde se comparte pan con el Maestro, la vergüenza se disuelve y nace una nueva identidad: hijo de Dios.
6.1 Una llamada al corazón
El mensaje sigue vigente: Jesús quiere cenar contigo. Él dice:
“He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apocalipsis 3:20).
Esa cena íntima simboliza comunión, perdón y restauración. No importa lo lejos que hayas estado, lo que hayas hecho, ni cuánto te hayan rechazado: Jesús no tiene miedo de sentarse a tu mesa.
Su invitación es clara:
- No te escondas detrás de tus errores.
- No esperes ser digno.
- Solo abre la puerta, y Él entrará.
6.2 La iglesia que se sienta con Jesús
Finalmente, este pasaje no solo interpela a individuos, sino a toda la iglesia. Ser el cuerpo de Cristo implica seguir su ejemplo, no solo en doctrina, sino en actitud. Cuando la iglesia se sienta con los quebrantados, cuando escucha antes de condenar, cuando alimenta al hambriento y levanta al caído, Cristo mismo vuelve a sentarse a la mesa.
El Reino de Dios no se edifica con templos hermosos, sino con mesas abiertas, corazones sensibles y manos dispuestas a servir.
Comer con publicanos y pecadores no fue un acto de debilidad de Jesús, sino de poder: el poder del amor que vence al pecado sin condenar al pecador.
Que Dios nos dé el valor de abrir nuestras mesas y nuestros corazones. Que aprendamos a mirar como Jesús miró, a amar como Él amó, y a invitar como Él invitó. Porque al final, el mayor milagro no ocurre en los banquetes del mundo, sino en la mesa donde el Salvador se sienta con los que el mundo ha descartado, y los transforma con su gracia infinita.