Historia de la Iglesia Primitiva

Historia de la Iglesia Primitiva (30 d.C. – 100 d.C.)

La Iglesia del Nombre de Jesús

La Iglesia Primitiva constituye el punto de partida de toda la historia cristiana. Es el período más puro, más cercano al fuego original del Pentecostés, cuando el Espíritu Santo fue derramado sobre los primeros creyentes y comenzó el movimiento que habría de transformar el mundo. Comprende desde el año 30 d.C., cuando el Espíritu Santo descendió en Jerusalén, hasta aproximadamente el 100 d.C., con la muerte del apóstol Juan, el último de los doce.

En estas siete décadas se gestó la base de la fe apostólica: un solo Dios manifestado en carne, el bautismo en el nombre de Jesús, el poder del Espíritu Santo y una vida de santidad y comunión. Este período no solo es el inicio de la iglesia, sino el modelo eterno de lo que Dios quiso que su pueblo fuera en todas las edades.

1. El nacimiento de la Iglesia: el día de Pentecostés

Todo comenzó en un aposento alto de Jerusalén, donde unos 120 discípulos esperaban la promesa del Padre. Jesús había ascendido al cielo diez días antes, ordenándoles no apartarse de Jerusalén hasta recibir poder de lo alto. Cincuenta días después de la resurrección, en la fiesta de Pentecostés, se cumplió la profecía de Joel:

“Y derramaré mi Espíritu sobre toda carne…” (Joel 2:28).

El Espíritu Santo descendió como viento recio y lenguas de fuego, llenando a todos los presentes, quienes comenzaron a hablar en otras lenguas según el Espíritu les daba que hablasen (Hechos 2:4). Ese día nació la Iglesia del Nombre de Jesús, una comunidad espiritual fundada no sobre instituciones humanas, sino sobre el poder sobrenatural del Espíritu de Dios.

Pedro, lleno del Espíritu, predicó el primer mensaje apostólico. Explicó que Jesús, a quien los judíos habían crucificado, era en realidad el Señor y Cristo, y llamó al pueblo al arrepentimiento. Cuando le preguntaron qué debían hacer para ser salvos, respondió con claridad apostólica:

Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo.” (Hechos 2:38)

Así comenzó la iglesia apostólica: una iglesia llena del Espíritu, bautizada en el nombre de Jesús y firme en la doctrina de los apóstoles.

2. La comunidad de los primeros creyentes

Los primeros cristianos vivían en Jerusalén y eran todos judíos. No pensaban aún en una expansión universal; su fe surgió como cumplimiento de las promesas dadas a Israel. Sin embargo, lo que nació como un movimiento local pronto se transformó en una comunidad espiritual sin fronteras.

El libro de los Hechos describe su vida con una sencillez y pureza admirables:

“Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones.” (Hechos 2:42)

La doctrina de los apóstoles era simple pero profunda:

La Iglesia primitiva vivía en unidad, compartiendo sus bienes, ayudando a los necesitados y demostrando el amor fraternal que Cristo había enseñado. No existían jerarquías religiosas complejas ni estructuras eclesiásticas pesadas; su autoridad provenía del Espíritu Santo y de los apóstoles, testigos directos de Jesús.

3. El fundamento apostólico y la revelación doctrinal

Jesús no dejó libros escritos, sino hombres llenos del Espíritu que testificaron de Él. Los apóstoles fueron el cimiento sobre el cual se edificó la iglesia: “Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo” (Efesios 2:20).

Durante los primeros veinte años, la enseñanza fue principalmente oral. No existía aún el Nuevo Testamento escrito. Los creyentes se nutrían del testimonio directo de los apóstoles y del obrar del Espíritu. Fue después del año 50 d.C., tras el concilio de Jerusalén, cuando comenzaron a redactarse los evangelios y las epístolas.

El Espíritu Santo inspiró a hombres como Pablo, Pedro, Juan y Lucas para dejar por escrito la revelación completa de la doctrina cristiana. Al finalizar el siglo I, los veintisiete libros del Nuevo Testamento circulaban entre las iglesias y eran reconocidos como Palabra inspirada de Dios.

El mensaje central que proclamaban era el misterio de la piedad:

“Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria” (1 Timoteo 3:16).

Esta verdad —la unicidad de Dios en Cristo Jesús— fue la esencia de la predicación apostólica. Los primeros cristianos no creían en una Trinidad de personas, sino en un solo Dios que se reveló en Jesucristo para redimir al mundo.

4. Primeros desafíos y expansión del Evangelio

Aunque al principio el movimiento se limitaba a Jerusalén, pronto Dios permitió circunstancias que impulsaron su expansión. La persecución fue uno de los medios divinos para que la iglesia saliera de su comodidad y cumpliera la comisión de llevar el Evangelio a todas las naciones.

El martirio de Esteban, el primer diácono y predicador lleno del Espíritu, marcó un punto de inflexión. Su muerte provocó la dispersión de muchos creyentes, quienes llevaron el mensaje por toda Judea y Samaria. Entre ellos se destacó Felipe, quien predicó en Samaria y vio grandes milagros, y más tarde bautizó al eunuco etíope en el nombre de Jesús (Hechos 8:38), llevando así el Evangelio al continente africano.

Luego, Dios escogió a un perseguidor feroz, Saulo de Tarso, para convertirlo en el más grande misionero de todos los tiempos. Su encuentro con Jesús en el camino a Damasco transformó su vida radicalmente. Aquel que respiraba amenazas contra la iglesia se convirtió en Pablo, el apóstol de los gentiles.

Por medio de su ministerio, la fe del Nombre de Jesús se extendió a Asia Menor, Grecia y Roma. Fundó iglesias, escribió epístolas y defendió la salvación por gracia mediante la fe, sin los ritos de la Ley de Moisés. En él se cumplió la transición de una iglesia predominantemente judía a una iglesia universal, abierta a todas las naciones.

5. El Concilio de Jerusalén: unidad en medio de la diversidad

A medida que los gentiles comenzaron a convertirse, surgió una tensión dentro de la iglesia. Algunos judíos convertidos insistían en que los nuevos creyentes debían circuncidarse y guardar la Ley. Para resolver este conflicto, los apóstoles y ancianos se reunieron en Jerusalén (Hechos 15).

El resultado fue histórico: la salvación no depende de las obras de la Ley, sino de la fe en Jesucristo. Pedro, Pablo, Santiago y los demás reconocieron que Dios había derramado el Espíritu Santo sobre los gentiles tal como sobre los judíos. Desde entonces, la iglesia quedó libre para predicar el Evangelio sin las barreras del judaísmo.

Este concilio marcó el reconocimiento oficial de la universalidad del Evangelio, pero también reafirmó el mensaje central: el arrepentimiento, el bautismo en el nombre de Jesús y la llenura del Espíritu Santo eran esenciales para todo creyente, sin distinción de raza o cultura.

6. Persecuciones y fidelidad en medio del sufrimiento

La fe en Jesús no tardó en despertar la oposición del imperio romano. Durante los primeros años, los romanos consideraban al cristianismo como una secta dentro del judaísmo, pero al ver su rápido crecimiento comenzaron a sospechar.

La primera gran persecución oficial ocurrió bajo el emperador Nerón, en el año 64 d.C. Tras un incendio devastador en Roma, Nerón culpó falsamente a los cristianos. Miles fueron encarcelados, torturados y ejecutados. Algunos fueron crucificados, otros quemados vivos para iluminar los jardines del emperador. Entre las víctimas de esa persecución se cree que estuvieron Pedro y Pablo.

A pesar del horror, la iglesia no se extinguió. Al contrario, la sangre de los mártires se convirtió en semilla del Evangelio. Los creyentes comprendían que seguir a Cristo implicaba cargar la cruz. El testimonio de su fe valiente inspiró a nuevas generaciones a mantenerse firmes.

El apóstol Juan, el último sobreviviente de los doce, fue exiliado a la isla de Patmos durante el reinado de Domiciano. Allí recibió las visiones del Apocalipsis, un mensaje de esperanza para una iglesia perseguida: Cristo sigue siendo el Señor y pronto volverá.

7. Pureza doctrinal y aparición de los primeros desafíos internos

Durante el primer siglo, la iglesia se mantuvo fiel a la enseñanza original, pero hacia el final comenzaron a surgir herejías y falsas doctrinas que intentaban distorsionar la verdad apostólica. Algunos grupos influenciados por el pensamiento griego negaban la humanidad real de Cristo; otros, la unidad de Dios.

Las epístolas de Juan y las cartas pastorales de Pablo advierten contra estos errores. Los apóstoles insistieron en retener la sana doctrina y conservar la fe tal como había sido entregada. Juan escribió con firmeza:

“Cualquiera que se extravía, y no persevera en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios.” (2 Juan 1:9)

La iglesia apostólica defendía que Jesús era el Dios verdadero manifestado en carne, y que no existía otro nombre bajo el cielo dado a los hombres en que podamos ser salvos (Hechos 4:12). Esta convicción constituyó el sello distintivo de la fe primitiva.

8. La vida espiritual y el carácter de la Iglesia Primitiva

Los creyentes del primer siglo se distinguían por su vida de oración, comunión y poder espiritual. No eran una comunidad perfecta, pero sí una comunidad viva. En ellos ardía el fuego del Espíritu, y su testimonio transformaba ciudades enteras.

El amor fraternal era visible; se ayudaban mutuamente, compartían sus recursos, cuidaban de las viudas y huérfanos, y manifestaban gozo en medio de la persecución. Sus reuniones eran sencillas: oraban, leían las Escrituras, cantaban himnos y escuchaban la enseñanza apostólica.

Los milagros, las sanidades y las manifestaciones del Espíritu eran comunes. El mismo poder que se vio en Jesús se manifestaba en sus seguidores, confirmando que el Espíritu Santo era la presencia del Dios vivo habitando en su iglesia.

Sin embargo, un aspecto que se observa en este período es que, al principio, faltó celo misionero fuera del ámbito judío. Dios usó la persecución y la conversión de Pablo para expandir el Evangelio a todas las regiones del imperio. Así, el cristianismo dejó de ser un movimiento local y se convirtió en un mensaje mundial.

9. La consolidación del testimonio apostólico

Hacia finales del siglo I, el cristianismo había llegado a casi todo el mundo conocido: Judea, Siria, Asia Menor, Egipto, Grecia, Roma y más allá. Existían ya tres generaciones de creyentes que seguían a Cristo. Muchos líderes locales, formados por los apóstoles, continuaban la obra con fidelidad.

Aunque el tono espiritual comenzó a decaer en algunas comunidades —como se refleja en los mensajes a las siete iglesias de Apocalipsis—, el testimonio del Nombre de Jesús permanecía vivo. Había errores, desviaciones y luchas internas, pero también una iglesia vibrante, perseverante y poderosa en la fe.

Este primer siglo sentó las bases doctrinales que más tarde, a pesar de las corrupciones humanas, serían redescubiertas en tiempos de reforma y restauración. El patrón apostólico quedó grabado para siempre en las páginas del Nuevo Testamento.

10. Legado espiritual de la Iglesia del Nombre de Jesús

La historia de la Iglesia Primitiva no es solo un relato antiguo; es el modelo divino para la Iglesia de todos los tiempos. En ella encontramos las raíces del mensaje pentecostal unicitario:

  • Un solo Dios que se manifestó en Jesucristo.
  • Un solo plan de salvación, revelado en Hechos 2:38.
  • Un solo pueblo lleno del Espíritu Santo, llamado a vivir en santidad y amor fraternal.

La misma llama que encendió aquel aposento alto sigue viva hoy. El Movimiento Pentecostal del Nombre de Jesús reconoce su herencia directa en aquella primera iglesia que, sin templos lujosos ni reconocimiento político, conmovió al mundo con el poder del Espíritu Santo.

La historia demuestra que, aunque el tiempo y los imperios cambien, el mensaje apostólico no muere. La verdad revelada a Pedro, a Pablo y a Juan continúa guiando a todos los creyentes que buscan volver a la fe original del primer siglo: Jesucristo es el Señor, y su Nombre es sobre todo nombre.

Conclusión: Historia de la Iglesia Primitiva

La Iglesia Primitiva (30–100 d.C.) fue una comunidad nacida del fuego del Espíritu y cimentada sobre la revelación del Nombre de Jesús. En ella encontramos pureza doctrinal, poder espiritual, amor fraternal y una fe inquebrantable frente a la persecución.

Su legado es el llamado a volver a las raíces apostólicas, a esa fe sencilla pero poderosa que transformó el mundo antiguo. Hoy, como ayer, la iglesia que predica el arrepentimiento, el bautismo en el nombre de Jesús y la llenura del Espíritu Santo es la continuación viva de aquella que comenzó en Jerusalén.

Porque la historia de la Iglesia Primitiva no terminó en el año 100 d.C. —sigue viva en cada creyente lleno del Espíritu Santo que proclama con convicción: Jesús es el Señor.

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