La unicidad de Dios

La unicidad de Dios: Definición, Explicación y Significado

La doctrina de la Unicidad de Dios es una de las enseñanzas fundamentales del cristianismo apostólico, especialmente sostenida por el movimiento pentecostal unicitario. En su esencia, proclama que Dios es absolutamente uno, sin división, sin pluralidad de personas, sin partes que lo compongan, y que este Dios se ha revelado plenamente en la persona de Jesucristo.

A lo largo de este artículo, exploraremos en detalle qué significa esta doctrina, cómo se explica bíblicamente, qué implicaciones tiene para nuestra comprensión de Dios, y por qué es crucial para una fe cristiana auténtica y basada en la Escritura. Además, al final del artículo, se incluyen enlaces que tratan sobre diversas objeciones planteadas desde la perspectiva trinitaria, junto con respuestas bíblicas claras que permiten dar razón de la esperanza que hay en nosotros (1 Pedro 3:15).

¿Cómo explicar la Unicidad de Dios?

Cuando a Jesús se le preguntó cuál es el principal de todos los mandamientos, Él respondió citando el Shemá de Deuteronomio 6:4:

“Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es” (Marcos 12:29).

Con estas palabras, Jesús afirmó la verdad central del monoteísmo bíblico: Dios es uno. Esta afirmación no es una expresión abstracta o filosófica, sino una declaración enfática de que Dios no está compuesto de varias personas ni dividido en partes. Esta convicción —de que Dios es uno en esencia, naturaleza y existencia— es lo que denominamos Unicidad.

¿Qué significa “unicidad”?

La palabra unicidad, según el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), se define como “cualidad de único”. A su vez, único significa: “solo y sin otro de su especie”, “extraordinario”, “excelente” e “indivisible”. Todos estos matices describen con precisión la naturaleza de Dios según la revelación bíblica: Dios es único en su existencia, sin paralelo, incomparable y sin división.

Por el contrario, algunos intentan explicar la doctrina de un solo Dios usando el término unidad. Sin embargo, esta palabra, aunque similar, no transmite el mismo concepto. El DRAE define unidad como “unión”, lo cual implica la reunión de varias partes en un todo. Esta idea es contraria al concepto bíblico de la unicidad de Dios, ya que sugiere que Dios está compuesto de elementos distintos, lo cual niega su indivisibilidad.

La doctrina de la Trinidad, por ejemplo, utiliza el término “unidad” para referirse a un solo Dios compuesto por tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Según esta concepción, Dios es el resultado de una unión de tres.

Unicidad frente a trinidad

La doctrina trinitaria enseña que hay un solo Dios en tres personas coeternas y coexistentes. Cada persona (el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo) es completamente Dios, y sin embargo no son tres dioses, sino un solo Dios. Esta definición, aunque ampliamente aceptada por gran parte del cristianismo, presenta una concepción de Dios que difiere radicalmente de la enseñanza bíblica sobre Su absoluta indivisibilidad.

Por el contrario, la doctrina de la Unicidad enseña que Dios no es una unión de personas, sino que se ha manifestado de diversas maneras a la humanidad, siendo Jesucristo la manifestación plena y visible del Dios invisible.

No hay pluralidad de personas en la Deidad, sino un solo Dios, eterno, infinito y perfecto, que se ha dado a conocer como Padre en la creación, como Hijo en la redención, y como Espíritu Santo en la regeneración y santificación.

Dios es Espíritu

Una de las declaraciones más contundentes que Jesús hizo sobre la naturaleza de Dios se encuentra en Juan 4:24:

Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.”

Aquí no se dice que Dios tiene un espíritu, ni que es un espíritu entre muchos, sino que Dios es Espíritu. Esto significa que Su esencia es espiritual, no física ni material, y que no está sujeta a las limitaciones del tiempo, el espacio o la forma.

Dios, siendo Espíritu, no está compuesto por partes ni personas. Él es absolutamente indivisible. Por eso el apóstol Pablo, escribiendo a Timoteo, declara que Dios es:

“El único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver…” (1 Timoteo 6:16).

Aquí la palabra “único” proviene del griego monos, que significa “solo” o “solitario”, y refuerza la idea de que Dios es uno en su esencia, sin compañía de otras personas divinas. Esta declaración forma parte del fundamento bíblico sobre el cual se sostiene la doctrina de la Unicidad.

El término teológico: Unicidad

Unicidad es el término teológico que utilizamos, especialmente en el contexto del pentecostalismo unicitario, para describir la doctrina de que Dios es uno en esencia, en persona, y en manifestación. Es una expresión del monoteísmo estricto, el cual no solo afirma que hay un solo Dios verdadero, sino que este Dios no existe como una pluralidad interna. Gálatas 3:20 dice claramente:

“…Dios es uno.”

Este pasaje, entre muchos otros, establece que Dios no puede concebirse como tres entidades divinas distintas, ni como una comunidad de personas divinas, sino como un solo Ser divino indivisible.

Teología de la unicidad de Dios

Desde una perspectiva teológica, la Unicidad de Dios es el término doctrinal que utilizamos, particularmente dentro del pentecostalismo unicitario, para afirmar que Dios es absolutamente único, indivisible y singular en su existencia.

Esta doctrina no solo proclama que hay un solo Dios verdadero (monoteísmo), sino que este Dios no está dividido en personas, ni coexiste eternamente como una pluralidad de seres divinos, como enseña la doctrina trinitaria.

Cuando hablamos de la Unicidad de Dios, nos referimos a un monoteísmo estricto, sin concesiones a ideas de binitarismo (dos personas divinas) o trinitarismo (tres personas divinas). A diferencia de estas otras posturas, la teología unicitaria enseña que Dios no está compuesto de partes o personas, sino que es un solo Ser que se ha revelado de distintas maneras —como Padre en la creación, como Hijo en la redención y como Espíritu Santo en la regeneración— sin que estas manifestaciones impliquen una división en Su esencia.

Diferencia entre Unicidad y otras doctrinas

Es importante destacar que la teología unicitaria se distingue tanto de la Trinidad como del Unitarismo clásico. La doctrina trinitaria afirma que Dios es uno en esencia pero tres en personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta fórmula lleva implícita una idea de pluralidad interna dentro de la Deidad, lo cual contradice la afirmación bíblica de que Dios es uno, absoluto e indivisible.

Por otro lado, el Unitarismo clásico —aunque rechaza la Trinidad— tampoco sostiene una visión bíblicamente adecuada de Jesús, ya que lo considera una criatura elevada o un semidiós, y no la encarnación del Dios verdadero. En cambio, la doctrina de la Unicidad enseña que Jesucristo es el único Dios verdadero manifestado en carne, como lo declara enfáticamente 1 Timoteo 3:16:

“E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne…”

Es decir, el Dios único e invisible del Antiguo Testamento se reveló plenamente a la humanidad en la persona de Jesucristo. Él no es una segunda persona en la Deidad, ni un ser creado o subordinado, sino el mismo Dios eterno que se manifestó en forma humana para llevar a cabo la redención del ser humano.

Términos bíblicos que explican la Unicidad

La Unicidad de Dios no es una invención teológica reciente, sino una doctrina sólidamente arraigada en las Escrituras. A lo largo de la Biblia, encontramos múltiples expresiones que describen esta gloriosa verdad:

  • El misterio de la voluntad de Dios (Efesios 1:3–14): Dios tuvo un propósito eterno revelado en Cristo, el cual se manifestó en el cumplimiento de los tiempos.
  • Dios vino al mundo (Juan 1:9–10): Aquel que creó todas las cosas vino a su creación, y su creación no le conoció.
  • Un misterio oculto por generaciones (Efesios 3:8–12; Colosenses 1:26–28): El plan divino fue mantenido en secreto, pero ahora ha sido revelado en Cristo.
  • Dios vino a salvar a su pueblo (Isaías 35:3–4; Mateo 11:2–6): La profecía anuncia que Jehová vendría personalmente para sanar y salvar.
  • La manifestación de la gloria de Jehová (Isaías 40:5; Apocalipsis 1:7): La gloria del Dios del Antiguo Testamento se revela en Cristo Jesús.
  • Dios estaba en Cristo (2 Corintios 5:19): No se trataba de una segunda persona divina, sino del único Dios actuando en Cristo.
  • Dios participó de carne y sangre (Hebreos 2:14): El Dios eterno asumió la humanidad para redimirnos.

Estos pasajes muestran que la doctrina de la Unicidad de Dios está profundamente arraigada en la revelación bíblica. A lo largo de toda la Escritura, se nos enseña que el Dios verdadero no delegó la salvación en otro, ni envió a un ser creado, sino que Él vino, tomó forma de siervo, y se reveló al mundo en la persona de Jesucristo.

Aunque podríamos seguir mencionando muchos otros textos que respaldan esta verdad, los citados son suficientes para dejar claro que la doctrina unicitaria no solo es coherente con la revelación bíblica, sino que es su esencia misma. Es la base de la fe apostólica, el fundamento de la predicación de los apóstoles, y la piedra angular de la verdadera doctrina cristiana.

Pentecostalismo unicitario

El término Pentecostalismo unicitario se utiliza para identificar a los creyentes que sostienen la doctrina bíblica de la Unicidad de Dios, en contraposición a otras corrientes del pentecostalismo que han adoptado o conservado la teología trinitaria.

Aunque todas estas corrientes comparten elementos comunes como la experiencia del nuevo nacimiento, la manifestación del Espíritu Santo y la importancia de una vida llena de poder espiritual, el punto distintivo esencial del pentecostalismo unicitario es su firme confesión de que Dios es uno, indivisible, y que Jesucristo es la manifestación plena y única de ese Dios verdadero.

A menudo se nos conoce como pentecostales del Nombre de Jesús, y en algunos contextos se nos ha denominado —a veces de manera despectiva— como los Solo Jesús. Sin embargo, esta expresión, lejos de ser ofensiva, refleja en gran medida el corazón de nuestra fe: creemos que en Jesucristo habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad (Colosenses 2:9), y que Él es el único nombre dado a los hombres para salvación (Hechos 4:12).

¿Qué distingue al pentecostalismo unicitario?

Lo que distingue al pentecostalismo unicitario de otras ramas del pentecostalismo moderno no es una simple diferencia terminológica o litúrgica, sino una convicción profunda y esencial: Dios es Espíritu (Juan 4:24), y este Espíritu se manifestó en carne (1 Timoteo 3:16), en la persona de Jesucristo, quien es a la vez verdadero Dios y verdadero hombre.

Jesucristo no es una segunda persona dentro de una Deidad compuesta. Él no es un ser separado del Padre, ni un mediador entre dos personas divinas. Jesús es Dios existiendo en forma humana. Es cien por ciento hombre en cuanto a su humanidad, pero es cien por ciento Dios en cuanto a su divinidad. Su naturaleza divina es la misma que la del Espíritu que se movía sobre la faz de las aguas en el principio (Génesis 1:2).

El bautismo en el nombre de Jesús

Otro distintivo fundamental del pentecostalismo unicitario es la práctica del bautismo en el nombre de Jesucristo, según el mandato apostólico de Hechos 2:38:

“Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo.”

No se trata de una fórmula ritual, sino de una profunda revelación: Jesucristo es el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es el único nombre que representa la plenitud de Dios revelada al hombre. Por esa razón, los apóstoles bautizaban exclusivamente en ese nombre, reconociendo que todo el poder, la autoridad y la salvación de Dios se nos han revelado en Jesús.

El pentecostalismo unicitario afirma, con base en la Escritura, que el bautismo debe realizarse invocando el nombre de Jesús (Hechos 8:16; 10:48; 19:5), como expresión de fe en la obra redentora del Dios que fue manifestado en carne. No es un acto simbólico, sino un paso esencial de obediencia que aplica el poder del sacrificio de Cristo para la remisión de los pecados.

El Padre 

La Escritura afirma en Génesis 1:2:

“…el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.”

Si aceptamos lo que Jesús declaró en Juan 4:24 —que “Dios es Espíritu”— y sabemos que ese Espíritu es santo por naturaleza, entonces podemos afirmar con plena certeza que el Espíritu Santo que se movía sobre las aguas era Dios, activo en la creación, expresando su voluntad mediante su palabra.

Desde esta perspectiva, cuando Dios dijo: “Sea la luz” (Génesis 1:3), Él ejerció una función de Padre, no en el sentido biológico o físico, sino en el sentido espiritual y creativo. El término “engendrar” no se limita únicamente a la procreación. Según el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), también significa causar, ocasionar, formar. En este contexto, Dios es llamado “Padre” porque Él es el originador, el causante y el formador de todo lo que existe.

Así, Dios se revela como el Padre en la creación, no como una persona distinta dentro de una pluralidad divina, sino como el único y verdadero Dios que engendra todas las cosas por medio de su Palabra. Esto contrasta con la formulación trinitaria que presenta al “Dios Padre” como una primera persona divina separada del Hijo y del Espíritu Santo. En cambio, la doctrina unicitaria enseña que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son manifestaciones o modos del Dios verdadero, y no personas separadas.

Jesús mismo usó conceptos humanos para explicar realidades celestiales. En Juan 3:12, dijo a Nicodemo:

“Si os he dicho cosas terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales?”

Con esto, nos da a entender que Dios usa términos comprensibles para nuestra limitada mente humana, y el título “Padre” es uno de esos términos, empleado para revelar su rol como Creador y sustentador de todas las cosas.

El profeta Isaías reconoció esta verdad al decir:

“Pero ahora, oh Jehová, tú eres nuestro Padre…” (Isaías 64:8).

Y el salmista declaró:

“Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos, y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca” (Salmo 33:6).

Estas Escrituras muestran que Jehová —el Espíritu Santo eterno— es llamado Padre porque creó, formó y dio origen a todas las cosas. Como leemos en Génesis 1:1:

“En el principio creó Dios los cielos y la tierra.”

Por tanto, el Padre no es una persona distinta dentro de la Deidad, sino el Dios eterno que se manifestó en la creación como el Espíritu que da vida, el que causa, engendra y forma. Ese Espíritu que se movía sobre la faz de las aguas es el Dios invisible que se manifestaría más tarde en carne como Jesucristo.

El verbo

En Juan 1:1 leemos:

“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.”

Aquí, el término Verbo (del griego Logos) se refiere a la Palabra de Dios, aquella misma que fue pronunciada en la creación: “Sea la luz” (Génesis 1:3). Esta Palabra no es algo aparte o distinto de Dios, sino que es Dios en su expresión activa y creativa. Cuando Juan dice que el Verbo “era con Dios”, no está indicando una segunda persona divina, sino más bien una distinción funcional dentro del único Dios, pues su Palabra es inseparable de su propio ser.

Para entender esto, podemos usar una analogía moderna: cuando hablamos, nuestra voz es parte de nosotros mismos; aunque puede ser grabada o transmitida, sigue siendo una extensión inseparable de nuestra identidad. Nadie diría que nuestra voz es “otra persona”, porque fluye de nuestro interior. Así también, la Palabra de Dios no es otro ser distinto, sino Dios expresándose.

Juan continúa diciendo en Juan 1:14:

“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros…”

Esto significa que la Palabra eterna de Dios tomó forma humana en la persona de Jesucristo. El apóstol Juan lo afirma nuevamente en su primera epístola:

“…lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida” (1 Juan 1:1). Aquí, el Verbo de vida es Jesús, la Palabra hecha carne, tangible, visible, y habitable entre los hombres.

El escritor de Hebreos confirma esta verdad cuando declara:

“Dios… en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (Hebreos 1:1-2), es decir, Dios se expresó plenamente por medio de Jesucristo, su manifestación encarnada.

Por tanto, Jesús no es simplemente un mensajero de Dios, sino la manifestación plena del Dios eterno en carne humana. Como afirma el apóstol Pablo en 2 Corintios 5:19:

“Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo.”

Y también declara en Colosenses 2:9:

“Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad.”

Esto significa que la deidad no está repartida ni fragmentada, sino que reside totalmente en Jesús. El Espíritu eterno (Dios) y su manifestación corporal (Jesús) no son dos seres distintos, sino dos aspectos de una misma realidad divina (Colosenses 1:15). Así como la palabra expresa el pensamiento, Jesús es la expresión visible del Dios invisible. Él es el cumplimiento del plan eterno de Dios para redimir a la humanidad mediante su manifestación en carne.

Jesucristo es, por tanto, la unión perfecta entre la divinidad y la humanidad, el Verbo eterno hecho carne, Dios con nosotros (Emanuel, Mateo 1:23), el Dios invisible hecho visible.

Dios manifestado en carne

Jesucristo no es una segunda persona divina ni un ser distinto al Padre. Él es Dios encarnado, Dios hecho hombre. Así lo profetizó Isaías:

“Decid a los de corazón apocado: Esforzaos, no temáis; he aquí que vuestro Dios viene con retribución, con pago; Dios mismo vendrá, y os salvará” (Isaías 35:4). Este anuncio no habla de un enviado, sino de Jehová mismo viniendo a salvar a su pueblo.

La profecía continúa describiendo las señales de su manifestación:

“Entonces los ojos de los ciegos serán abiertos, y los oídos de los sordos se abrirán. Entonces el cojo saltará como un ciervo, y cantará la lengua del mudo…” (vv. 5-6). Estas señales se cumplieron con exactitud en el ministerio de Jesús.

Cuando Juan el Bautista mandó a preguntar a Jesús:

“¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?” (Mateo 11:3), Jesús respondió no con una afirmación directa, sino con evidencia irrefutable: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio” (Mateo 11:5). Con estas palabras, Jesús se identificó como el mismo Jehová que había prometido venir, cumpliendo las profecías con hechos, no solo con palabras.

Pablo confirma esta verdad al declarar:

“E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16). Dios no envió a otro, Él mismo se manifestó en forma humana. Como dice Hebreos 2:14: “Por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo…”.

En Filipenses 2:7, Pablo afirma que Dios

se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres.”

Este despojo no fue de su naturaleza divina, sino de su gloria celestial, asumiendo humildemente la condición humana. Como hombre, Jesús vivió bajo su propia palabra, obedeciendo las Escrituras. Por eso oraba, no como un subordinado a otro ser divino, sino como el Dios hecho carne que se sometía a su palabra revelada, pues está escrito: “Tú oyes la oración; a ti vendrá toda carne” (Salmo 65:2).

Jesús fue llamado Hijo de Dios no por ser otro ser divino, sino por causa de su encarnación. Así lo explica el ángel Gabriel:

El Espíritu Santo vendrá sobre tiPor lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35).

Fue el Espíritu de Dios (Dios mismo) quien formó ese cuerpo en el vientre de María. Ese ser es Dios hecho carne, en quien “habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses 2:9).

Jesús es único en su clase: el único engendrado del Padre (Juan 1:14), lo que significa que fue el único nacido con una doble naturaleza: divina y humana. Esta unión se conoce como la doble naturaleza de Cristo.

Esta doble naturaleza se evidencia a lo largo de su vida:

  • Como hombre tuvo hambre (Mateo 4:2), pero como Dios alimentó a multitudes (Mateo 14:21).
  • Como hombre se cansaba (Juan 4:6), pero como Dios ofrece descanso a las almas (Mateo 11:28).
  • Como hombre tuvo sed (Juan 4:7), pero como Dios da el agua viva (Juan 4:14).
  • Como hombre lloró ante la tumba de Lázaro (Juan 11:35), pero como Dios lo resucitó con su voz (Juan 11:43-44).

Pablo también lo declara con claridad:

“De quienes son los patriarcas, y de los cuales, según la carne, vino Cristo (naturaleza humana), el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (Romanos 9:5).

Finalmente, cuando Felipe pidió:

“Señor, muéstranos al Padre, y nos basta” (Juan 14:8), Jesús respondió con una afirmación contundente de su identidad divina: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre…” (Juan 14:9).

Por lo tanto, según la misma Escritura, Jesús es el Padre en su divinidad y el Hijo en su humanidad. Él es Dios manifestado en carne, el Dios verdadero que descendió para habitar entre nosotros y redimirnos con su propia sangre.

Jesús es el Espíritu Santo

En Juan 7:39 leemos: “…porque aún no había venido el Espíritu Santo, por cuanto Jesús no había sido aún glorificado”. Esta declaración muestra que el Espíritu Santo no podía ser derramado hasta que Jesús fuese glorificado, es decir, hasta su resurrección y exaltación. ¿Por qué? Porque Jesús mismo es ese Espíritu que habría de ser derramado.

El apóstol Pablo afirma en 2 Corintios 3:17: “Porque el Señor (Jesús) es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad”. Esta declaración es contundente: Jesús no solo envió al Espíritu Santo, sino que él es el Espíritu en su estado glorificado. Tomás, al ver al resucitado, lo reconoció diciendo: “¡Señor mío, y Dios mío!” (Juan 20:28). Jesús no lo corrigió, sino que aceptó tal adoración, porque “este es Señor de todos” (Hechos 10:36).

Jesús mismo lo expresó claramente en Juan 14:17-18 al referirse al “Espíritu de verdad”, diciendo que el mundo no lo conocía, pero que los discípulos sí: “porque mora con vosotros” —es decir, Jesús en ese momento— “y estará en vosotros” —refiriéndose a su futura venida como Espíritu Santo. Luego añade: “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros”. Él no enviaría a “otro distinto”, sino que él mismo regresaría en Espíritu. Además, como Padre Eterno (Isaías 9:6), no nos dejaría huérfanos.

Así se cumple lo que Pablo enseña: “¿No sabéis que Jesucristo está en vosotros?” (2 Corintios 13:5). Del mismo modo, Pedro afirma que el Espíritu de Cristo estaba en los profetas del Antiguo Testamento (1 Pedro 1:10-11), lo cual confirma que el mismo Espíritu que se movía sobre las aguas (Génesis 1:2) se encarnó en Jesús y ahora mora dentro de los creyentes. Jesucristo es el Espíritu Santo.

El nombre de Jesús

La Escritura declara que Jesús, en su condición humana, fue hecho “un poco menor que los ángeles” (Hebreos 2:7), pero a la vez, por causa de su obra redentora y glorificación, “heredó un más excelente nombre que ellos” (Hebreos 1:4). Jesús como hombre recibió el nombre que corresponde a su verdadera identidad: el nombre del Dios eterno.

Ya estaba profetizado: “Por tanto, mi pueblo sabrá mi nombre… porque yo mismo que hablo, he aquí estaré presente” (Isaías 52:6). Jehová no enviaría a otro, sino que él mismo daría a conocer su nombre. Jesús lo confirmó cuando dijo al Padre: “He manifestado tu nombre a los hombres…” (Juan 17:6), y reiteró: “…y lo daré a conocer aún” (v. 26). Es claro que Jesús no vino en un nombre distinto, sino en el nombre del Padre: “Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís…” (Juan 5:43).

Sin embargo, los religiosos de su tiempo se opusieron al nombre de Jesús. En los Hechos, prohibieron a los apóstoles que hablaran o enseñasen en ese nombre (Hechos 4:18; 5:40), lo cual demuestra que comprendían el poder y la identidad que representaba.

A pesar de la oposición, el nombre de Jesús fue exaltado por Dios: “le dio un nombre que es sobre todo nombre” (Filipenses 2:9), y el apóstol Pedro afirmó: “…no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).

Aquella piedra que fue desechada por los edificadores ha venido a ser cabeza del ángulo (Hechos 4:11), y nosotros que hemos creído, proclamamos con gozo y reverencia que Jesús es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. Amén (Romanos 9:5).

Objeciones de la trinidad 

La Palabra de Dios nos exhorta a estar “siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pedro 3:15).

Esta exhortación implica no solo conocer lo que creemos, sino también entender lo que otros creen y por qué. En este caso, es necesario estar preparados para responder con claridad y firmeza a las objeciones que presentan quienes han sido enseñados bajo la doctrina de la llamada santísima trinidad.

Estas objeciones no deben sorprendernos, ya que la verdad de Dios siempre ha sido objeto de disputa. Por eso, el apóstol Pablo aconseja a Timoteo: “Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren” (1 Timoteo 4:16).

Esto nos recuerda que debemos transmitir fielmente lo que hemos aprendido, con el fin de edificar a otros en la verdad. Pablo también dice: “Pero tú habla lo que está de acuerdo con la sana doctrina” (Tito 2:1).

Así, cuando se nos presenten objeciones trinitarias, debemos estar capacitados para proclamar sin ambigüedad la revelación que Jesucristo ha dado a su iglesia: que Él es “Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. Amén” (Romanos 9:5).

Objeciones comunes planteadas por la doctrina trinitaria

A continuación, presentamos algunas de las objeciones más comunes utilizadas por quienes defienden la doctrina trinitaria, junto con su correspondiente análisis bíblico desde una perspectiva unicitaria:

Cada una de estas objeciones ha sido interpretada erróneamente desde una perspectiva trinitaria. Sin embargo, la Escritura, cuando es leída con atención y revelación del Espíritu Santo, nos muestra que Dios es uno, y su nombre es JESÚS.

Fundamento firme en la doctrina apostólica

Para profundizar en este tema y encontrar respuestas claras y bíblicas a estas y otras objeciones, te invitamos a visitar nuestra sección Doctrina Apostólica Pentecostal. Allí encontrarás estudios que afirman la verdad de la unicidad de Dios y el testimonio apostólico que nos fue dejado por medio de Jesucristo.

La unicidad de Dios contra todo argumento

La revelación de la unicidad de Dios resiste todo argumento humano porque es bíblica, espiritual y apostólica. Y es nuestro deber mantenernos firmes en esta doctrina, enseñarla con fidelidad y vivir conforme a ella.

Esperamos que esta sección sea de gran utilidad para tu crecimiento en la fe y tu comprensión de la sana doctrina. Que el Señor te fortalezca en la verdad, te ilumine por su Espíritu y te afirme cada día más en la gloriosa revelación de Jesucristo, el Dios verdadero.

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