“Elí, Elí, ¿lama sabactani?” — Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has desamparado?
La Cuarta Palabra de Jesús en la Cruz
Texto base: «Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?« — Mateo 27:46 (RVR1960)
De las siete palabras pronunciadas por Jesús en la cruz, la cuarta —»Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»— ha sido una de las más debatidas en la teología cristiana. Para algunos, este grito expresa una separación literal entre el Padre y el Hijo. Para otros, encierra un misterio insondable. Sin embargo, desde la perspectiva de la doctrina de la Unicidad de Dios —que afirma que Dios es absolutamente uno y que Jesús es la manifestación visible del único Dios verdadero— esta declaración cobra un sentido profundo, coherente con la revelación bíblica de un Dios indivisible.
En esta reflexión exploraremos el contexto bíblico, teológico y espiritual de esta palabra, considerando su implicación para la comprensión de la persona de Jesucristo, su naturaleza humana, su papel como Redentor, y cómo esta declaración nos revela la profundidad de su sacrificio y su amor.
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El contexto del clamor
Jesús pronunció estas palabras cerca de la hora novena, es decir, alrededor de las tres de la tarde. El sol se había oscurecido desde la hora sexta hasta la novena. Una atmósfera de juicio, de silencio celestial y de tensión espiritual cubría el Gólgota. En ese instante, Jesús alzó la voz y pronunció este grito cargado de agonía: «Elí, Elí, ¿lama sabactani?»
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Este clamor es una cita directa del Salmo 22:1, un salmo mesiánico escrito por David siglos antes. Al citar este pasaje, Jesús no solo expresa su angustia, sino que también señala el cumplimiento profético de su sufrimiento. El salmo, aunque inicia con un grito de aparente abandono, culmina en victoria y esperanza. Por lo tanto, esta palabra no puede ser interpretada como un signo de desesperanza, sino como una proclamación profética.
Comprendiendo la humanidad de Cristo
La doctrina de la Unicidad enseña que Jesús es el único Dios manifestado en carne (1 Timoteo 3:16). No es una segunda persona de una Trinidad, sino el mismo Dios del Antiguo Testamento encarnado en la persona de Jesucristo. Es completamente Dios, pero también completamente hombre. En su naturaleza humana, Él fue capaz de experimentar hambre, sed, tristeza, dolor, y también el sentimiento de desamparo.
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Este grito desde la cruz debe entenderse desde su humanidad. El Verbo hecho carne (Juan 1:14), al asumir nuestra condición humana, no fingió el sufrimiento; lo vivió intensamente. Jesús, en su humanidad, estaba cargando el pecado del mundo (Juan 1:29; Isaías 53:6). Estaba soportando el juicio divino que le correspondía a la humanidad. Este clamor brota de esa profunda agonía que experimenta el ser humano cuando parece que Dios está en silencio.
Es crucial recordar que aunque la humanidad de Jesús clamaba en dolor, la Deidad en Él no se ausentó ni se dividió. Dios no puede negarse a sí mismo (2 Timoteo 2:13). Jesús no dejó de ser Dios ni estuvo separado de Dios como si fueran dos personas distintas. Este sentimiento de abandono era real desde el punto de vista humano, pero no desde una división ontológica dentro de la Deidad.
Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has desamparado? — El propósito redentor
La pregunta “¿por qué me has desamparado?” no debe entenderse como una duda en la divinidad, sino como una manifestación de la angustia humana que Jesús sintió al cargar el pecado del mundo. Isaías 59:2 dice: «Vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios.» En la cruz, Jesús cargó con esas iniquidades. Él fue hecho pecado por nosotros (2 Corintios 5:21), aunque Él no conoció pecado.
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Este momento representa el punto culminante del sacrificio. Jesús no solo sufrió físicamente; sufrió espiritualmente al llevar sobre sí la carga de todo el pecado humano. En ese instante, el justo juicio de Dios estaba siendo ejecutado sobre el Cordero sin mancha. Y aunque Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo (2 Corintios 5:19), la humanidad de Jesús experimentó lo que el ser humano experimenta al estar en pecado: el sentido de separación de Dios.
Desde la perspectiva de la Unicidad, este “desamparo” no implica una división dentro de la Deidad, sino una intensificación del sufrimiento humano que Jesús experimentó como nuestro sustituto.
Dios estaba en Cristo — No un abandono real
El apóstol Pablo nos da una verdad contundente: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Corintios 5:19). Esta afirmación contradice toda interpretación que implique que Dios “abandonó” a Jesús. ¿Cómo podría Dios abandonar a Dios? ¿Cómo podría la Deidad separarse de sí misma?.
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La Unicidad afirma que el Padre, el Dios eterno, estaba manifestado en la carne como Jesucristo. Jesús dijo: “El Padre que mora en mí, él hace las obras” (Juan 14:10). Nunca dijo que el Padre lo habitaba a ratos, sino que moraba permanentemente en Él. Por lo tanto, no podemos concebir que el Padre realmente lo haya abandonado en la cruz.
El clamor de Jesús, entonces, es la expresión de una humanidad que sufre por el pecado, pero no un testimonio de una ruptura en la unidad del ser divino. No es un testimonio de que Dios lo dejó en términos de esencia, sino que el juicio del pecado fue tan abrumador, que la naturaleza humana del Mesías experimentó ese sufrimiento como si fuera una ausencia total de la presencia divina.
El Salmo 22 como clave interpretativa
El hecho de que Jesús cite el Salmo 22 nos da una clave poderosa para interpretar su palabra. Este salmo, aunque comienza con el clamor del abandono, es un salmo de esperanza y restauración. En los versos siguientes, David declara cómo es burlado, traspasado, y cómo su ropa es echada a suerte, todos detalles cumplidos literalmente en la crucifixión de Jesús.
Pero el salmo no termina en derrota. Termina diciendo:
«Porque no menospreció ni abominó la aflicción del afligido, ni de él escondió su rostro; sino que cuando clamó a él, le oyó.» (Salmo 22:24)
Esto confirma que el «abandono» no fue definitivo ni literal. Dios no escondió su rostro de Jesús. Más bien, esta expresión representa el sufrimiento extremo que Jesús voluntariamente asumió por amor a nosotros.
La unicidad de Dios y la revelación en Cristo
La doctrina de la Unicidad de Dios resalta la revelación progresiva del Dios invisible. En el Antiguo Testamento, Dios se manifestó en muchas formas: en la zarza ardiente, en la nube de gloria, en el tabernáculo. Pero en el Nuevo Testamento, se manifestó plenamente en Jesús de Nazaret.
Jesús no es un segundo en la Deidad; Él es la plenitud de la Deidad corporalmente (Colosenses 2:9). Por lo tanto, sus palabras desde la cruz deben ser entendidas como parte de su experiencia humana, sin dividir su identidad como Dios manifestado en carne.
Cuando Jesús clamó “Dios mío, Dios mío”, no estaba hablando con otra persona divina. Estaba dirigiéndose al Padre eterno desde su humanidad. Era el Hijo —la manifestación humana— clamando a la fuente de toda Deidad. La Unicidad no niega la distinción entre la carne y el Espíritu, sino que afirma que esa distinción existe dentro de un solo Ser divino, no entre múltiples personas.
Aplicación espiritual para el creyente
Esta cuarta palabra de Jesús en la cruz nos enseña varias verdades poderosas para nuestra vida cristiana.
Verdades que nos enseña la cuarta palabra de Jesús en la cruz
1. Jesús entiende nuestro dolor
Él experimentó el más profundo sentimiento de soledad, para que tú y yo nunca tengamos que sentirnos realmente abandonados. Aun cuando sentimos que el cielo guarda silencio, podemos estar seguros de que Dios está con nosotros, porque Cristo ya atravesó esa oscuridad en nuestro lugar.
2. El pecado produce separación, pero Cristo restauró la comunión
Nuestro pecado nos alejaba de Dios, pero Jesús tomó ese alejamiento sobre sí mismo. Ahora, gracias a su sacrificio, tenemos libre acceso al trono de la gracia. Lo que parecía abandono, resultó en redención.
3. Dios nunca nos desampara
Jesús prometió: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20). Siendo Él el mismo que sintió el peso del abandono, ahora nos asegura que nunca estaremos solos. La paradoja de su clamor se convierte en nuestra garantía.
Conclusión: Elí, Elí ¿Lama sabactani?
La cuarta palabra de Jesús en la cruz —«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»— no debe leerse como una fractura dentro de la Deidad, sino como una manifestación de la profunda agonía del Mesías en su humanidad, llevando el pecado del mundo. Desde la perspectiva de la Unicidad de Dios, entendemos que Jesús no fue separado del Padre, porque el Padre estaba en Él todo el tiempo.
Este clamor nos revela la profundidad del amor de Dios, quien no se quedó distante, sino que se encarnó, sufrió y murió por nosotros. No es una escena de abandono, sino de redención. No es una separación entre dos personas divinas, sino la expresión máxima del amor del único Dios verdadero manifestado en carne.
Hoy, gracias a esa cruz, sabemos que nunca estaremos realmente solos. Porque el que venció la muerte y el pecado en nuestro lugar, prometió estar con nosotros… y Él no miente.